Olimpiadas filosóficas
124 Elizabeth Martín Caraballo IES San Isidro, Madrid, Madrid Toda revolución surge de una inocencia libertadora que, no obstante, conduce a la de- cepción y el desengaño al tener que mantenerse por métodos represivos. Esta es la tesis formulada por Albert Camus, escritor comprometido y, quizá, una de las mentes más lúcidas del panorama francés de posguerra. A pesar de la claridad de esta tesis, gran parte de los pensadores revolucionarios deciden rescatar solamente los recuer- dos gloriosos del nacimiento de las revoluciones, en un curioso ejercicio donde se transforman las utopías pasadas en mitos heroicos, en epopeyas constituyentes; en definitiva, incluso los perdedores incapaces de escribir la historia sucumben ante el impulso de idealizar sus derrotas. Si queremos dar una solución a esta encrucijada, tenemos que hacer un análisis bicéfalo: primero, del mismo concepto abstracto de la revolución; segundo, de sus manifestaciones históricas y limitaciones. ¿Tienen razón aquellos que elogian el sentimiento revolucionario o son puramente idealistas? ¿Dan en lo correcto, más bien, los que eligen denunciar la degeneración aparentemente in- herente de toda construcción utópica? ¿Y qué nos enseñan estas reflexiones, cómo modifica el pasado nuestra concepción del presente? Es a estas preguntas a las que trataré de dar respuesta mediante este ensayo. El mero pistoletazo de salida de la filosofía occidental (obviando los menos conoci- dos presocráticos y su influencia en el paso del pensamiento mitológico al racional, al logos) viene ya ligado a la búsqueda de una organización más eficiente e ideal de la polis, el espacio político: a una reconfiguración utópica del estado político y moral pre- sente, que se manifiesta en las obras que nos han llegado de Platón (y particularmente en cómo vincula la psyche de los hombres y su esencia a las partes y roles ocupados en la polis) y en la búsqueda del susodicho de una implementación de sus ideas en Sira- cusa, en una transformación de su no lugar en realidad. Estando ya presente esta unión entre lo utópico y la filosofía desde la misma infancia del pensamiento, Platón carece, pese a todo, de las herramientas de análisis requeridas para pasar del logos a la praxis . La historia es, ya de por sí, la sucesión de distintos conceptos respecto a la transfor- mación de la realidad, ya se conciba como una dialéctica hegeliana de la razón, como un vaivén sin orden fijo o como una repetición ausente de movimiento más allá de lo cíclico. Los siglos añaden a las ideas utópicas una praxis específica: la revolución y su inherente violencia. Si es más importante la existencia que la esencia, y si el ser hu- mano es un producto cultural de sus circunstancias, entonces la solución a un mundo percibido como injusto es la modificación radical de estas y del orden social.Yendo to- davía más profundo en esta labor teórica: si las desigualdades que hay que corregir na- cen de las fricciones producidas en el seno de las sociedades a raíz de la distribución desigual de recursos y de poder, entonces son estas relaciones de poder y de control las que se han de modificar. Presuponiendo al ser humano como un aglomerado sin particular predisposición por el utilitarismo y capaz de esgrimir voluntades propias y egoístas, parece esfumarse la posibilidad de que aquellos que ostentan privilegios ac- cedan jamás a renunciar a ellos. En consecuencia, la violencia deviene condición sine qua non para el cambio de orden social y la corrección de las injusticias. ¿Esta violencia inherente al cambio produce necesariamente una imposibilidad y con- tradicción respecto a la unión conceptual entre revolución y libertad? La respuesta es paradójica y depende de nuestra privación de conceptos como la libertad positiva y la libertad negativa . Depende también de si tomamos una postura ética deontológica o
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