Olimpiadas filosóficas

125 más bien utilitarista. Examinemos distintos ejemplos históricos antes de decidir de qué lado se inclina la balanza. La Revolución francesa se define tanto por su contribución a los derechos humanos como por su uso frenético de la guillotina.Y es que quizá una parte contenga a la otra, y toda violencia sea a la vez inocente y despiadada. En todo cambio social permane- ce un mundo viejo que se resiste a morir y uno nuevo que no logra nacer del todo. Los monstruos gramscianos de este claroscuro son en buena parte ineludibles, y en Robespierre conviven las ansias de liberación y la falta de escrúpulos respecto a las vidas ajenas. Todo revés social implica un traslado del monopolio de la violencia a nuevas manos, manos que en muchos casos han sufrido la represión del sistema anterior. En el caso soviético, ningún dirigente escatimaba en menospreciar las vidas de cualquier bur- gués que hubiera ejercido violencia, ya fuere el perpetrador o un mero testigo; pos- teriormente, tampoco tendría problemas la revolución en devorar a sus propios hijos con tal de mantenerse o por no considerarlos lo suficientemente fieles a un régimen degenerado que, por pura inercia, acabaría convirtiéndose en una cosmovisión tan vio- lenta y podrida como aquella contra la cual lucharon los revolucionarios tiempo atrás. En último lugar, dentro de esta progresión histórica, y habiendo andado ya el cami- no de las dos experiencias revolucionarias más icónicas e idealizadas, cabe hablar de otras transformaciones sociales más recientes, e incluso de algunas que se gestan hoy en día. Me refiero aquí a la reconfiguración absoluta de valores y costumbres que implica la posmodernidad: la renuncia a una utopía colectiva para, desde la sociedad del espectáculo, implementar la idea de que lo genuinamente utópico es lo personal, en una inversión de aquel eslogan feminista que nombraba a lo personal como político. La sociedad líquida ya no cree en la construcción de no lugares posibles, ya no imagina un mundo más allá del horizonte. Si Marx planteara hoy que la tarea de los filósofos es transformar el mundo y no describirlo, tan solo recibiría por respuesta un atronador silencio. Estas utopías neoliberales de realización personal no nos han liberado: nos han hecho esclavos de las apariencias, del consumo, de la productividad y el emprendi- miento. La peor pesadilla de la escuela de Frankfurt se ha hecho realidad: el fetichismo de la mercancía se extiende y acaba cosificando hasta a los seres humanos en sí mis- mos. Y, según Fukuyama y otros, para quienes el proceso de la historia ya ha llegado a su fin y no quedan sistemas posibles por explorar, mercancía somos y en mercancía nos convertiremos. La topografía de lo posible ha quedado cerrada y presuntamente condenada a una falsa libertad consistente tan solo en nuevas cadenas. El análisis hasta aquí realizado podría parecer, a primera vista, de un pesimismo críti- co y destructivo. Mas en absoluto es esta mi tesis. Buscando aquello en mitad del in- fierno que no es tal, y dándole espacio, la elaboración de utopías (y la praxis revolucio- naria a ellas ligada) se nos revela como la única vía posible para aquellos que todavía creemos, contra viento y marea, en la posibilidad de un ser humano mejor en un mundo mejor. Los fracasos del pasado no deben disuadirnos ni quitarnos la esperanza, sino señalar los errores cometidos, permitirnos hacer autocrítica, actualizar el presente mediante las lecciones del pasado. Quizá el fallo estuvo siempre en tratar de imponer modos nuevos a hombres antiguos, en querer llegar a no lugares sin recorrer todo el camino necesario. Pero no podemos dejar de imaginar utopías, de desear algo mejor frente a aquello que nos indigna. Si la violencia ha fracasado, quizá el camino es otro. Si nos hemos equivocado, tendremos que enmendar errores. Pero nunca rendirnos, porque no vivimos en el mejor mundo de los posibles de Leibniz, ni bajo el gobierno

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