Olimpiadas filosóficas

127 liberadores, del materialismo… En definitiva, de todo aquello que se nos había prome- tido. En palabras de Zygmunt Bauman ( Modernidad líquida , 1999): «En la actualidad, ineludiblemente, todo es... pasajero». Desgraciadamente, la forma en la que entendemos (o se entienden) esos conceptos (revolución y utopía), en los tiempos que corremos, no hace sino privarnos de esa li- bertad inicial de la que disponemos. Una libertad para crear, dudar críticamente, tener curiosidad y reflexionar. O, mejor dicho, en palabras del filósofo francés Jean Paul Sartre: «Libertad para enriquecer nuestra esencia». La de cada uno de nosotros. Sí, contemplamos la utopía y la revolución a través de un nuevo contrato de términos y condiciones.Y todo ello, reitero, ligeramente diferente de como era en épocas ante- riores. Puede parecer irónico, no lo niego, ya que, por ejemplo, el concepto de utopía sigue manteniendo su esencia. A pesar de ello, como comentaba anteriormente, la seriedad del asunto, entre otras cosas, se ha visto sumergida en un estado claramente degenerativo.Vivimos en una sociedad tremendamente espectacularizada (subordina- da a una dictadura del placer), en un siglo del yo , en la que la decadencia de Occidente en el plano político, profetizada por Oswald Spengler en los albores de un siglo xx («cambalache, problemático y febril»), nos ha ido demostrando cómo la cultura condi- ciona intrínsecamente a los pueblos y a las civilizaciones. Querer y ansiar materializar un camino de simples ideologías que debería ser usado meramente en pos de un bien mayor, y para tratar la crueldad y la malicie del presente, no nos hace libres. Nos hace esclavos. Nos condena. De hecho, siempre he pensado que nuestra humanidad padece cuando pretendemos cumplir esas metas mediante, por ejemplo, procedimientos rudimentarios (alzamiento a las armas). Nos deshuma- nizamos por simples diferencias relativas. No se tiene interés en generar puentes de diálogo y entendimiento para enlazar de una manera más prolífica y sana esas mismas diferencias. No niego que la revolución y la voluntad de cambio hacia el presente sean el camino hacia la utopía, pero no confío, ni creo, en esos discursos moralistas que trivializan las bases de una izquierda que me parece gratamente seductora. No obstante, cabe destacar que, pese a todo, no me considero izquierdista; ni, por el contrario, derechis- ta, aunque me atraigan sus comodidades. ¿Qué soy entonces? Simplemente la idea ecléctica de que puede existir un mundo mejor. Me considero pragmático humanista. Busco respuestas y apoyo todos aquellos actos que defienden y apuestan, ante todo, por la supervivencia de nuestra condición humana. Ciertamente, desde otra perspectiva, tanto la revolución como la utopía pueden llegar a liberar al ser humano. Conceptualmente, diría yo.Tienen el poder de brindarnos nue- vas oportunidades y nuevas formas de ver el mundo que nos rodea. Aunque no debe- ríamos olvidar que la realidad, completamente indiferente a nosotros, siempre acecha a la vuelta de la esquina.A pesar de que el día a día nos recuerde, una y otra vez, que la violencia impera en los métodos de muchos para hacer realidad sus sueños , debería- mos tener presente la noción de que, al final, todos convivimos en el mismo planeta; un planeta en medio de la inmensidad. Hay un hermoso y terrible universo más allá de las estrellas. Nuestra existencia podría ser borrada de la noche al día y no pasaría absolu- tamente nada. Somos seres tremendamente efímeros, frágiles, y por ello no creo que merezca la pena deshumanizarnos por meros... ideales. Isaac Asimov aseguraba: «Pese a que el conocimiento genere problemas, no es a tra- vés de la ignorancia que debemos resolverlos». Sea pues: en la sociedad del libre mer- cado, el pensamiento crítico es nuestra mejor arma para exigir un mejor trato a todos

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