Olimpiadas filosóficas

129 Puede liberarnos de todo. Puede hacer que rompamos la rutina, ese monstruo que nos tiene tan esclavizados y del que no nos damos cuenta. Puede hacer que innovemos, que ante la continua monotonía que nos rodea, algo pueda destacar. Puede liberarnos de esas estúpidas e inservibles cadenas con las que nos tienen presos los dirigentes, los políticos, los dominadores… ¿Cómo conseguirlo? La utopía, el sueño de querer hacer, es el primer paso. El segun- do, la revolución. No debemos olvidar, sin embargo, las grandes palabras que giran alrededor de la revolución. ¿Qué significa en realidad? Desde hace años hemos definido una revolución como «un cierre de ciclo, algo que para la historia y hace que cambie». ¿Ha pasado realmente? Nuestra historia está lle- na de revoluciones: la francesa, la industrial, la científica, la Ilustración o la rusa. Aun- que eso no significa que la historia haya dado un gran giro. Con la Revolución francesa se acabó la monarquía en Francia; sin embargo, no sirvió para abolirla en todas partes. La científica supuso un gran avance para la ciencia, la Iglesia dejó de frenar su desa- rrollo, pero hoy en día somos nosotros mismos quienes la frenamos. Entonces, ¿esas grandes revoluciones de las que todos hemos oído hablar han sido realmente eso, revoluciones? Soy más partidaria de pensar que fueron rebeliones y que el poder de transformación de ellas es superior al de la revolución. Mirándolo por otro lado, las revoluciones (o la creencia en ellas) nos han dado una gran solución a la mayoría de nuestros problemas. Si vemos, por ejemplo, un juicio o sentencia desfa- vorable e injusta nos lanzamos a las calles para cambiarlo. No es una gran revolución, pero ya es una. Desde hace siglos el ser humano, ese animal indefinido que según Nietzsche es la cuerda de unión entre el animal y el superhombre, ha imaginado mundos mejores, casi idílicos para vivir. Somos, por tanto, los únicos seres capaces de decir no a la realidad, de querer traspasar lo que existe, de cierta forma, liberarnos. ¿La utopía y la revolución pueden hacerlo? Pueden ayudarnos a cambiar la realidad, a transformar lo que existe. Pueden ayudarnos a romper las cadenas que nos mantienen presos. Pueden ayudarnos a ser, simplemente, humanos. La mayor cárcel a la que nos enfrentamos, las cadenas más gruesas que nos ahogan, el mayor castigo que se nos inflige son los impuestos por nosotros mismos. Somos los seres más duros a la hora de juzgarnos, de esclavizarnos. ¿Romper con eso? ¿La libertad? La utopía y la revolución son solo ayudas que, si noso- tros no tomamos en serio, son solo eso: ayudas. Al fin y al cabo, el concepto utopía es algo que no existe, algo inalcanzable. Solo nos sirve para un único y maravilloso motivo: para caminar, para escapar. Es como el sol, como la luz que ves al final de una carretera oscura y que persigues porque odias las sombras. Pero, por cada paso que te acercas, ella se aleja. Jamás la alcanzaremos, eso debemos tenerlo claro. Con esto quiero decir que la utopía nos es necesaria para avanzar, pero no podemos vivir solamente de ella. El concepto revolución es algo menos espiritual y abstracto, y más físico. Una revolu- ción puede ser un levantamiento, una protesta, una ruptura en un ciclo continuo. Aun así, la palabra revolución no sería nada sin nosotros, no sería nada más que una pala- bra en el diccionario. A la que tenemos pavor, sin embargo, y es gracioso porque son solo diez letras a las que les hemos concedido gran significado. Cuando alguien lee o escucha esa palabra, un escalofrío le recorre la espina dorsal, y más aún si es alguien

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