Olimpiadas filosóficas

37 paredes cubiertas de anuncios. Quizá busquemos en ellas la fórmula de la felicidad, basando nuestra existencia en el consumo compulsivo y en el disfrute colectivo de la utopía ajena. En este momento, cabe preguntarse si internet está haciendo del mundo un lugar mejor. Al analizar lo que publicamos en las redes observamos una clara tendencia a mostrar lo positivo, lo placentero y lo banal, elevando esa línea de nuestra identidad virtual. SherryTurkle, en su libro En defensa de la conversación , opina que estamos creando una realidad a medida en la que huimos del conflicto. Ciertamente, en nuestro relato personal evitamos situaciones incómodas o frustrantes, y escondemos nuestros pequeños fracasos cotidianos. Si nos fijamos en los acontecimientos que van con- formando la línea que refleja nuestro día a día real, observamos que, paradójicamen- te, cuanto más conectados estamos, menos interactuamos con nuestros semejantes, quedando más aislados. Es posible incluso sentir que las cosas no han ocurrido real- mente hasta que las incorporamos, a modo de publicación, a nuestra construcción de una identidad virtual. Rara vez somos conscientes de la importancia de mantener un equilibrio entre ambas líneas. Deberíamos preguntarnos si es esta nuestra fórmula de la felicidad, si podemos sustituir un abrazo o una caricia por un me gusta , o una charla con amigos por una videollamada. Podemos pensar que cualquiera tiene la oportunidad de convertirse en un referente en las redes, lo que significaría una concepción igualitaria de las relaciones interperso- nales. Pero la realidad es que determinadas personas consiguen tener un ejército con miles de fieles seguidores, erigiéndose como líderes de referencia, mientras se sitúan en la parte más alta de la pirámide que constituye la realidad virtual. Hablamos de per- sonas que no destacan por sus aportaciones a la sociedad, sino que por lo general son productos de marketing que centran su actividad en los aspectos más intrascendentes de la existencia humana. Un ejemplo claro de esto son los influencers y los youtubers que llenan las redes sociales de contenidos que necesariamente han de ser de interés para la mayoría, sencillos y fáciles de asimilar, centrándose por tanto en lo banal y en lo superficial. Esto plantea, al menos, dudas razonables acerca de si realmente todo este mundo virtual contribuye de forma significativa al avance de nuestra sociedad. Otro de los puntos débiles de la generalización de las nuevas tecnologías es la brecha digital que favorece cada vez más la creación de injusticia social. No cabe duda de que hay contextos culturales y económicos que imposibilitan el acceso a esa realidad paralela que hemos ido creando. La revolución tecnológica es un elemento más en esa contradicción de un mundo que ha alcanzado niveles tan altos de desarrollo que sería capaz de erradicar el hambre, pero que, en la práctica, genera cada vez más desigual- dades entre los seres humanos de diferentes latitudes o circunstancias. La destruc- ción de miles de puestos de trabajo, como consecuencia de las versiones digitales de inteligencia humana, apuntan a un futuro bastante negro. Centrándonos de nuevo en internet, no parece el terreno ideal para sembrar una economía equitativa; más bien está creando una sociedad de dos velocidades. Está claro que es necesario un enfoque más solidario de la tecnología para propiciar que actúe como mejora de la vida de las personas, y no para crear más desigualdades. Llegados a este punto, tendríamos que preguntarnos cómo conseguir que la utopía que dibuja nuestra línea de identidad virtual acorte distancias con la línea real. Quizá la clave sería dejar de centrar todos nuestros esfuerzos en construir una realidad que no es la nuestra, tomando conciencia de lo diferentes que son el mundo que habitamos y el de internet. Nuestra sociedad pide a gritos una mayor conciencia social con la que

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