Olimpiadas filosóficas

50 cómo estos avances modifican la esencia humana y transforman por completo nuestras vidas. ¿Son sus consecuencias positivas o negativas? Y, más importante todavía, ¿qué es lo que ganamos y qué dejamos atrás en esta evolución? El ser humano se ha servido, desde sus comienzos, de la tecnología; y no sería desca- bellado argumentar que es precisamente eso lo que lo define y marca su separación respecto al resto de las especies. Mientras que todos los demás seres vivos habitan un mundo ya dado, el humano es el único capaz de transformarlo a su antojo y producir alteraciones en la realidad a una escala suficiente. Desde la lanza hasta los satélites, pasando por la bomba atómica, ningún otro ser deja una huella de tal escala en su pla- no físico. Nunca nuestro planeta ha experimentado cambios tan bruscos y acelerados como desde nuestra aparición.Y todas esas transformaciones, cuya ética no juzgare- mos todavía, son tecnológicas. Para bien o para mal, un mundo sin tecnología es un mundo inhumano. Habiendo establecido ya el papel humano en los cambios de su entorno, pasemos a la cuestión fundamental: los cambios a sí mismos. Primero, hemos de establecer cuál es la relación del ser humano con su producción tecnológica, infinitamente más compleja que una simple dinámica de creador-creación o de amo-esclavo. El ser humano crea dichas máquinas, pero son estas las que posteriormente marcan y definen su posi- ción en la sociedad. La tecnología es un bien, comodidad o herramienta construida y elaborada a partir de unas materias primas limitadas.Y la posesión (o no) de dichas tecnologías o materias afecta directamente a la construcción de nuestra identidad. El punto de partida de quien posea los medios nunca será el mismo que el de quien no tenga más que las manos con las que trabajarlos. Quedando probada la relación humano-tecnología, ¿qué ramificaciones tiene? ¿Y cómo se presentan en nuestro siglo? He aquí uno de los puntos más duros de mi críti- ca: después de la invención de las redes sociales, internet, la comunicación instantá- nea y demás facilidades, ha perdido su sentido hablar globalmente de seres humanos individuales. Nos hemos convertido en sociedades amalgama, en el hombre-masa de Ortega, oculto detrás de una irrisoria individualidad y particularidad. Hemos ganado la capacidad de hablar en un instante con alguien desde la otra punta del planeta, pero hemos perdido la de mirarnos a los ojos y sentir intimidad (imposible en videoconfe- rencias, dada la asincronía de las cámaras web). Hemos ganado el acceso a la mayor cantidad de información de la mayor cantidad de fuentes de la que jamás haya tenido disponibilidad la humanidad, pero a cambio de vender todo rastro o trozo de intimi- dad que nos quedara, a cambio de otorgarle a empresas y gobiernos por igual todos nuestros datos y confidencias, ofreciéndoles mediante redes sociales e historiales de búsqueda una imagen completa del yo . Hoy, no somos más que datos que vender al mejor postor. ¿Lo más interesante? Lo hacemos voluntariamente, incluso con complacencia, con gusto. No nos importa exponernos a los ojos de la totalidad de la población si dicha ac- ción significa obtener más likes en nuestra última foto. ¿Hace falta comparar esta si- tuación, acaso, con la novela 1984 de Orwell? En absoluto. Mucho mejor con Un mundo feliz de Huxley.Tenemos hoy a nuestra disposición tantas distracciones que podemos estar siempre contentos.Y, ante la mayor de las tragedias e injusticias, con ponernos una bandera en la foto de perfil ya nos sentimos redimidos de todos nuestros pecados. Facebook es la Iglesia moderna y, a la vez, el confesionario. Nuestro nuevo Dios es la adulación, la hipnosis, la comodidad colectiva y el silencio bien guardado a base de

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