Olimpiadas filosóficas

80 a comprar muñecos que imitan a bebés como si tuviésemos treinta años, que quizá muchas mujeres no se han dado cuenta de que el matrimonio es una imposición social, una estructura a menudo opresora, una cadena más.Y no hablo del matrimonio como dos personas que se aman, sino de la idea en sí.Y es que es más común de lo que ima- ginamos que ese hombre perfecto (porque esa es otra: el matrimonio se concibe tra- dicionalmente como hombre más mujer, ignorando otras combinaciones o identidades sexuales) que conoces de joven, después de casarte sea el típico que te atribuye todas las tareas del hogar. Por supuesto, me veo en la obligación de recalcar que no siempre es así, no estoy generalizando, hablo de esos casos concretos.Y para ello, entre otras muchas opciones, existe el divorcio. Desde mi punto de vista, el divorcio es una herramienta que contribuye a la emancipa- ción de la mujer. Claro que hay casos de divorcios que son por mutuo acuerdo y por un sinfín de motivos más; pero quiero hablar de esos divorcios que se llevan a cabo por aquellas valientes que deciden salir de su situación, que deciden romper las cadenas, que toman las riendas de su vida y quieren ser felices. ¿No supondría el medicamento del que hablábamos al principio una vuelta a la Edad Media en este aspecto? En el caso que yo planteo, el marido o incluso el propio entorno −que muchas veces es lo que nos frena a la hora de tomar decisiones que mejoren nuestra vida− podrían decidir drogar a la mujer con el fármaco del amor , las dosis que hagan falta para no romper esa preciada unidad familiar, esa estabilidad que, según ellos, debes preservar, pues solo así serás una mujer triunfadora. De nuevo enamorada como la adolescente que un día fuiste, de nuevo la ilusión, las miradas, las sonrisas…Y también de nuevo esa cárcel que suponía tu relación.Y sin ser tú consciente, de nuevo presa, de nuevo sumisa. Porque también podría ser una herramienta de manipulación. ¿Cuántos matrimonios de conveniencia no se han concertado a lo largo de la historia, en los que la única fina- lidad era emparentar dos familias por motivos económicos? Matrimonios en los que la principal afectada es la mujer; recordemos que somos nosotras las que supuestamen- te necesitamos a un hombre para ser felices, porque de un hombre soltero no se dicen tantas cosas malas. Capitalismo y patriarcado no están tan lejos, me atrevería a decir que son primos hermanos; Marx también consideraba la familia como una institución capitalista. Hoy en día se siguen concertando matrimonios, y no hablo de países como la India o de la cultura musulmana, ni mucho menos. Es curioso cómo, según sube la clase social, más importa a quién amas, o mejor dicho, cuánto tiene en la cuenta ban- caria. Por no hablar de que, cómo no, este medicamento sería tremendamente caro, elitista y clasista. ¿Qué es lo que se crearía, una liga de los eternamente enamorados? Es ridículo. Me niego a contribuir a la sociedad de clases hasta en un tema desde mi punto de vista tan puro como es el amor. Preferiría una y mil veces invertir dinero en la investigación del cáncer o de enfermedades mentales como la esquizofrenia, hoy en día injustamente olvidadas. Es cierto: la cura que se hallase seguiría siendo exclu- siva para unos pocos, pero por lo menos sería algo útil. Por supuesto, también se po- dría emplear los fondos en erradicar la hambruna en el cuerno de África o en subirles el sueldo a los empleados (esclavos) de Bangladesh que nos cosen la ropa. Pero todos sabemos que esto sí que es imposible en un mundo regido por el liberalismo económi- co: la esclavitud de estas personas es el sustento del capitalismo. En un mundo que solo se rige por dinero, falso amor, clasismo e hipocresía, me niego a aceptar algo que se convierta en un eslabón más para nuestras cadenas. Por último y como argumento final, ¿quiénes somos nosotros para invertir en algo como el amor? Un sentimiento tan puro, tan inocente, tan sencillo y tan complicado al mismo tiempo. No creo que nunca nadie sea capaz de crear una pastilla que te haga

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