Olimpiadas filosóficas

85 Javier Gallardo Sáenz IES Marco Flabio Quintiliano, Calahorra, La Rioja Los fármacos ante los cuales nos encontramos ofrecen una posibilidad de eternidad que ha sido anhelada por nuestra especie desde tiempos primigenios, y es que siempre hemos buscado el amor perfecto y para siempre, que se sobrepone a cualquier tipo de barreras y nos brinda la felicidad. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿a qué precio? Es cierto que estos medicamentos nos abren las puertas a un mundo en el que se evi- te el sufrimiento por la pérdida amorosa y se mejoren las relaciones interpersonales, pero todo ello a costa, al fin y al cabo, de la libertad a las personas. Es innegable la cantidad de problemas que estos fármacos podrían resolver, desde el plano de los sentimientos personales hasta el aspecto jurídico, en el que tantas desavenencias tienen lugar cuando se separa una pareja. En cierto modo, hay quien diría que, con estos medicamentos, estaríamos haciendo más feliz a la sociedad. ¿Qué podría tener eso de malo? Un sinfín de cuestiones.Y es que la felicidad que traerían no sería un sentimiento real, sería algo inducido a nuestro cerebro mediante una serie de compuestos. Afirmar que una felicidad así es algo real y humano equivaldría a pensar que una máquina preprogramada puede mostrar sentimientos reales, cuando ha sido diseñada para mostrar ciertos sentimientos dependiendo de la situación, sin posibili- dad de que estos varíen. De esta forma, dichos fármacos sí que pueden ser considerados como una solución a ciertos problemas, pero a la vez son portadores de una falsa felicidad. Además, traen asociada otra gran desventaja: la privación de libertad. Una persona bajo los efec- tos de estos medicamentos perdería su capacidad de razonamiento en cierta medida y, como consecuencia, parte de su libertad personal. ¿No es acaso eso nuestro más preciado tesoro? En el caso de legalizar los fármacos, nos encontraríamos ante una sociedad con la misma posibilidad de movimientos, con la misma libertad externa, pero que ya no sería capaz de enamorarse libremente: habría perdido su libre elec- ción y su libertad de pensamiento. Las personas se verían dominadas por una serie de compuestos que las obligarían a amar de una forma determinada. Además, existiría el riesgo de que los más poderosos utilizaran esas sustancias no solo para determinar a quién debemos querer, sino también para controlar nuestro voto, nuestro carácter o nuestra forma de ser. Con la legalización de esos fármacos estaríamos retrocediendo en el tiempo hasta una época en la que los casamientos se producían de forma concertada y sin amor, e inclu- so –si se comenzasen a controlar más aspectos de nuestra vida– en la que no habría libertad de expresión ni de pensamiento ni religiosa. Sería aún peor, pues en aquellos momentos de la historia, tenían arrebatada su libertad externa, pero en sus razona- mientos e ideas todavía conservaban la libertad interna, lo que permitió que la sociedad evolucionara y avanzase. Sin embargo, bajo la acción de esos fármacos, ocurriría todo lo contrario: la libertad perdida sería la de pensamiento y razonamiento, lo que lo hace aún más grave, ya que sin esta no habría ideas de cambio y progreso. Es por esto que considero que la legalización de estos fármacos supone un hecho inaceptable y que atenta contra todo el género humano. Los problemas que estos fármacos evitarían representan nimiedades si los comparamos con problemas a es- cala global, como el hambre y la pobreza. Además, los sentimientos de dolor tras una

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