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A Marce, Claudina y Elpidio, que me enseñaron a amar su tierra.

Primera parte El viaje de Miguel Serna

Heme aquí, yo guardé madera en el muelle. Vosotros no sabéis qué es guardar madera en el muelle: pero yo he visto llover a cántaros sobre los botes, y guarecerse bajo los tablones el salario de la angustia: bajo los pinos de Flandes y los melis, bajo los cedros sagrados. Cuando los carabineros acechaban en la noche y la bóveda del cielo era un túnel sin luz en los vagones, hice un fuego de estrellas en las fauces del lobo. Vosotros no sabéis qué es guardar madera en el muelle: pero todas las manos de todos los granujas como una farándula se juramentaban al abrigo de mi fuego: y era casi un milagro que calentaba las manos ateridas; y los pasos se perdían en la niebla. Vosotros no sabéis qué es guardar madera en el muelle. Ni sabéis la oración de las farolas de los barcos –que son de tantos colores como la mar al sol: que no precisa velas. Joan Salvat-Papasseit, «Nocturno para acordeón»

13 El recuerdo de un padre A pesar de los años transcurridos nunca he olvidado lo que sucedió aquel día. Era una tarde calurosa de junio, de esas de bochorno. Las moscas, pesadísimas, zumbaban insistentemente sobre mi cabeza, se me metían en las orejas y cosquilleaban mis piernas. A mis trece años aún llevaba pantalón corto incluso en invierno. En aquellos momentos estaba en el prado apacentando las vacas de Severiano y ahuyentando moscas a manotazos. —¡Miguelín! —oí que me llamaban. Al levantar la cabeza no reconocí al militar que subía la ladera del monte resoplando. Vestía un uniforme raído y traía un brazo en cabestrillo. Me llevé los dedos a la boca y solté un silbido para avisar a mi perra Greta, por si acaso. Con ella a mi lado me sentía más seguro. —Quieta aquí, Greta, vigila —le susurré mirando de reojo al soldado. Era el año 38 y en las montañas palentinas, después de tanta guerra, nadie se fiaba de nadie.

14 —Soy Yago, ¿te acuerdas de mí? —me dijo al acercarse con la cara sudorosa. ¡Pues claro! Yago era un amigo de mi padre, un barrenista al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. El alzamiento del 36 le pilló en Aguilar de Campoo visitando a un pariente y ahí se quedó, en el bando nacional. Me saludó con un apretón de manos, como hacen los hombres. Se le veía alegre y olía a sidra y a ese queso pestilente lleno de gusanos que comen los vaqueros asturianos. —Vine celebrándolo, chico —dijo para justificarse—, medio se acabó la guerra y me libraron del servicio por la metralla del brazo. Y, poniéndose serio, me dio una palmada compasiva en la espalda. —Anda, vamos para Barruelo, que tengo noticias de tu padre. Palidecí. Las noticias buenas venían caminando, como Yago, y se explicaban solas. Las noticias que llegaban de boca en boca siempre eran malas. No quise preguntar, no quise saber lo que le había sucedido a mi padre en esos dos años de guerra sin noticias. Pero lo pensaba. Muerto, muerto, padre está muerto, me repetía una y otra vez para acostumbrarme a la idea que barruntaba desde hacía tiempo. —Acompáñame, venga, vamos a hablar con tu madre, que ya estás hecho un mozo. Aguanté la respiración esperando la noticia. Pero Yago no quería darme el disgusto delante de mis vacas. O

15 quizás prefería esperar a hacerlo delante de mi madre y así verme sufrir. Nunca entenderé la crueldad de algunos adultos. —Pero… —No hay peros que valgan, que estas se apañan sin ti. «Estas» eran las vacas, que fingieron indiferencia al ver que yo me iba con Yago. Aunque era un truco muy viejo, las conocía de sobra y no me fiaba un pelo de ellas. Así pues, dejé a mi perra Greta vigilándolas y evité pensar en la noticia de Yago. —Mordisco a las patas, ya sabes, que no entren donde Remigio. Las vacas son muy caprichosas y las mías, a saber por qué, se habían encaprichado del prado del vecino. Quizás les parecía que tenía un pasto más apetitoso. Hay que ver lo envidiosas y lo malas que son las vacas. Aprendí mucho de ellas. Mi madre consiguió que Severiano, un viudo sin hijos, me contratara por un jornal de hambre para cuidarle las vacas. Se me daban bien. El trabajo consistía en ordeñarlas, sacarlas de la cuadra de buena mañana y llevarlas hasta los prados más jugosos. Luego tenía que arrearlas hasta el pilón, vigilar a los jatos, los terneros chicos que se desperdigaban por ahí y a veces quedaban a merced del lobo, y, sobre todo, procurar que no se metieran en los campos de los vecinos. No era un mal trabajo. —¡Espera! ¡No corras tanto, chico! —gritó Yago detrás de mí.

16 Yo corría sin darme cuenta para no pensar en mi padre y en su muerte y menos aún en su tumba, a saber dónde. Pero me detuve y, al darme la vuelta, le vi en lo alto del cerro con los ojos empañados de lágrimas contemplando Barruelo. —Ya estoy en casa —murmuró—, en casa. Puesto que vivía en Barruelo y lo veía a todas horas, yo no me emocioné como Yago. Pero sabía que, aunque no fuera un pueblo bonito, era nuestro hogar. Barruelo, al pie de la sierra de Brañosera y a orillas del Rubagón, había cambiado mucho en los últimos años. En épocas de mi bisabuelo era una aldea más del valle, pero desde la llegada del ferrocarril y las minas había crecido una enormidad. La Compañía Minera había ido construyendo cuarteles para albergar a las familias venidas de fuera y, poco a poco, el pueblo había ido escalando los montes, ocupando las dos orillas del río y comiéndose los bosques hasta convertirse en un sinfín de barrios con nombre propio: el Helechar, el Río, San Juan, Bolaredo, la Leche, Perché, Santiago, San Pedro. Cuando era niño, la chiquillería inundaba las calles empinadas y se liaba a pegar patadas al balón y a saltar a la comba en las plazas cubiertas de lodo. La vida se sucedía al son de las sirenas de las minas que indicaban la salida de los mineros y la apertura de los bares. Hombres rudos, gente venida de todos los rincones de España, humo, ferrocarril, bullicio y chavales, muchos chavales. Así era mi pueblo. Eso era antes.

17 Yago y yo atravesamos las calles vacías que nos devolvían el eco de nuestros pasos. Yago estaba asombrado. —¿Qué pasa aquí? Yo callé. Después de dos años, la guerra se había llevado a los mineros. Solo quedábamos algunos niños, algunas mujeres, los nacionales, los afectos al régimen y el silencio. El silencio era lo peor. Podíamos oír hasta el zumbido de los mosquitos antes de picarnos. El miedo nos hacía estar calladitos. Ya no pegábamos gritos, ya no reíamos ni voceábamos como antes de la guerra. Los chavales, que yo ya era mayor, jugaban sin armar broncas y, si se caían y se lastimaban las rodillas, se fastidiaban y no lloraban. Todo pasaba en sordina. Nadie rechistaba. Por si acaso. —¿Tu familia está bien? —preguntó Yago para romper el silencio. —Sí —le respondí sin muchas explicaciones. Nadie daba demasiadas explicaciones en aquellos tiempos. Estar bien era estar vivo. Mi madre, mi abuela, mis cinco hermanos pequeños y yo estábamos vivos y teníamos casa. Y de pronto y sin venir a cuento, Yago, un bocazas que ya no podía aguantar más la noticia, me soltó de sopetón: —Tu padre está vivo. Me dejó helado. ¡Vivo! ¡Mi padre estaba vivo!

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