14 —Soy Yago, ¿te acuerdas de mí? —me dijo al acercarse con la cara sudorosa. ¡Pues claro! Yago era un amigo de mi padre, un barrenista al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. El alzamiento del 36 le pilló en Aguilar de Campoo visitando a un pariente y ahí se quedó, en el bando nacional. Me saludó con un apretón de manos, como hacen los hombres. Se le veía alegre y olía a sidra y a ese queso pestilente lleno de gusanos que comen los vaqueros asturianos. —Vine celebrándolo, chico —dijo para justificarse—, medio se acabó la guerra y me libraron del servicio por la metralla del brazo. Y, poniéndose serio, me dio una palmada compasiva en la espalda. —Anda, vamos para Barruelo, que tengo noticias de tu padre. Palidecí. Las noticias buenas venían caminando, como Yago, y se explicaban solas. Las noticias que llegaban de boca en boca siempre eran malas. No quise preguntar, no quise saber lo que le había sucedido a mi padre en esos dos años de guerra sin noticias. Pero lo pensaba. Muerto, muerto, padre está muerto, me repetía una y otra vez para acostumbrarme a la idea que barruntaba desde hacía tiempo. —Acompáñame, venga, vamos a hablar con tu madre, que ya estás hecho un mozo. Aguanté la respiración esperando la noticia. Pero Yago no quería darme el disgusto delante de mis vacas. O
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