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15 quizás prefería esperar a hacerlo delante de mi madre y así verme sufrir. Nunca entenderé la crueldad de algunos adultos. —Pero… —No hay peros que valgan, que estas se apañan sin ti. «Estas» eran las vacas, que fingieron indiferencia al ver que yo me iba con Yago. Aunque era un truco muy viejo, las conocía de sobra y no me fiaba un pelo de ellas. Así pues, dejé a mi perra Greta vigilándolas y evité pensar en la noticia de Yago. —Mordisco a las patas, ya sabes, que no entren donde Remigio. Las vacas son muy caprichosas y las mías, a saber por qué, se habían encaprichado del prado del vecino. Quizás les parecía que tenía un pasto más apetitoso. Hay que ver lo envidiosas y lo malas que son las vacas. Aprendí mucho de ellas. Mi madre consiguió que Severiano, un viudo sin hijos, me contratara por un jornal de hambre para cuidarle las vacas. Se me daban bien. El trabajo consistía en ordeñarlas, sacarlas de la cuadra de buena mañana y llevarlas hasta los prados más jugosos. Luego tenía que arrearlas hasta el pilón, vigilar a los jatos, los terneros chicos que se desperdigaban por ahí y a veces quedaban a merced del lobo, y, sobre todo, procurar que no se metieran en los campos de los vecinos. No era un mal trabajo. —¡Espera! ¡No corras tanto, chico! —gritó Yago detrás de mí.

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