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16 Yo corría sin darme cuenta para no pensar en mi padre y en su muerte y menos aún en su tumba, a saber dónde. Pero me detuve y, al darme la vuelta, le vi en lo alto del cerro con los ojos empañados de lágrimas contemplando Barruelo. —Ya estoy en casa —murmuró—, en casa. Puesto que vivía en Barruelo y lo veía a todas horas, yo no me emocioné como Yago. Pero sabía que, aunque no fuera un pueblo bonito, era nuestro hogar. Barruelo, al pie de la sierra de Brañosera y a orillas del Rubagón, había cambiado mucho en los últimos años. En épocas de mi bisabuelo era una aldea más del valle, pero desde la llegada del ferrocarril y las minas había crecido una enormidad. La Compañía Minera había ido construyendo cuarteles para albergar a las familias venidas de fuera y, poco a poco, el pueblo había ido escalando los montes, ocupando las dos orillas del río y comiéndose los bosques hasta convertirse en un sinfín de barrios con nombre propio: el Helechar, el Río, San Juan, Bolaredo, la Leche, Perché, Santiago, San Pedro. Cuando era niño, la chiquillería inundaba las calles empinadas y se liaba a pegar patadas al balón y a saltar a la comba en las plazas cubiertas de lodo. La vida se sucedía al son de las sirenas de las minas que indicaban la salida de los mineros y la apertura de los bares. Hombres rudos, gente venida de todos los rincones de España, humo, ferrocarril, bullicio y chavales, muchos chavales. Así era mi pueblo. Eso era antes.

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