17 Yago y yo atravesamos las calles vacías que nos devolvían el eco de nuestros pasos. Yago estaba asombrado. —¿Qué pasa aquí? Yo callé. Después de dos años, la guerra se había llevado a los mineros. Solo quedábamos algunos niños, algunas mujeres, los nacionales, los afectos al régimen y el silencio. El silencio era lo peor. Podíamos oír hasta el zumbido de los mosquitos antes de picarnos. El miedo nos hacía estar calladitos. Ya no pegábamos gritos, ya no reíamos ni voceábamos como antes de la guerra. Los chavales, que yo ya era mayor, jugaban sin armar broncas y, si se caían y se lastimaban las rodillas, se fastidiaban y no lloraban. Todo pasaba en sordina. Nadie rechistaba. Por si acaso. —¿Tu familia está bien? —preguntó Yago para romper el silencio. —Sí —le respondí sin muchas explicaciones. Nadie daba demasiadas explicaciones en aquellos tiempos. Estar bien era estar vivo. Mi madre, mi abuela, mis cinco hermanos pequeños y yo estábamos vivos y teníamos casa. Y de pronto y sin venir a cuento, Yago, un bocazas que ya no podía aguantar más la noticia, me soltó de sopetón: —Tu padre está vivo. Me dejó helado. ¡Vivo! ¡Mi padre estaba vivo!
RkJQdWJsaXNoZXIy