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El verano del incendio Rosa Huertas Ilustración de cubierta de Marta Sevilla

A mis compañeros «aurorianos», por el camino recorrido y lo que nos queda por escribir. Con todo mi cariño y admiración.

7 1 ¿De qué hablas, Quin? El verano del incendio, el mundo cambió para Quin. Tiempo después también habría de recordarlo como el verano del galgo, de los secretos desvelados, de la acción, de las preguntas y, sobre todo, de Luna. Demasiados acontecimientos para un solo verano en un pueblo donde nunca pasaba nada. Joaquín, a quien casi todos llamaban Quin, vivía todo el año en Villamar, un pueblo costero donde abundaban los veraneantes, pero que se quedaba raquítico en invierno. Su familia nunca salía de vacaciones cuando lo hacían los demás, porque regentaba una cafetería-heladería en el paseo marítimo que solo daba buenos beneficios en julio y agosto. El café Solmar cerraba en noviembre o en enero, pero como había que seguir el curso escolar, los López-Martín tampoco podían salir de Villamar en

8 esas fechas. Quin apenas había visitado el resto del mundo, solo alguna escapada de fin de semana a ciudades cercanas que siempre le parecían más feas que su pueblo. Al menos, el verano tenía algo de nuevo, de bullicioso: los forasteros abarrotaban las calles y regresaban los amigos «de fuera», como los llamaban quienes vivían todo el año en aquel lugar con playa, montaña y urbanizaciones. No le faltaba de nada a Villamar. Quin era muy hablador, en el colegio siempre se enfadaban con él porque no paraba de hablar. La profesora aseguraba que, si estuviese más atento, sería el primero de la clase, pero muchas veces no se enteraba porque prefería contarle chistes a su compañero o inventarse alguna historia extraordinaria que juraba que era real. —¡Quin y Marco! ¿Se puede saber de qué habláis? —les gritaba la profe. —¡No soy yo! —protestaba Marco—. ¡Es él! Dice que anoche vio por la ventana las luces de un platillo volante. La clase estallaba en carcajadas, pero no se reían de Quin porque sabían cómo era, disfrutaban de sus ocurrencias y sus fantasías y se divertían con

9 las historias que se inventaba. La profesora ponía cara de resignación y pedía a Quin que dejase para el recreo el relato del ovni. Marco y Álex eran sus mejores amigos, sabían escuchar, lo apreciaban y lo respetaban. Ellos sí viajaban fuera algunas semanas del verano y nunca olvidaban enviar una postal a Quin desde el lugar de vacaciones. Luego, él les pedía que le contasen alguna historia de la ciudad que habían visitado, para engrosar su colección de relatos de aquí y de allá, y que guardaba junto a las postales. En cuanto acababa el curso, Quin pasaba horas en la heladería. No debía atender al público, no tenía los años necesarios para trabajar, pero sí atraía a la clientela y, sobre todo, a los chavales de su edad, a quienes prometía un helado gratis por cada diez. A su padre no le pareció mal la estrategia de venta, o quizá lo admitió por no seguir oyendo a Quin justificar lo acertado de la idea. —Venga, haz lo que quieras —acabó aceptando el señor López. Al chico le encantaba hablar con los clientes, y muchos volvían porque les hacía gracia el desparpajo de aquel charlatán.

10 Quin guardaba algunos secretos inconfesables, aunque todo el mundo los sabía. Era muy miedoso, todo le asustaba: la oscuridad, las tormentas, los ruidos extraños, las sombras misteriosas y, sobre todo, los perros. Él intentaba disimularlo, alejarse un poco sin que los demás se percataran, pero sus amigos lo sabían, aunque ninguno parecía darse cuenta ni se burlaban por ello. El mismo Quin pensaba que los demás desconocían aquella fobia terrible, cuyo culpable no era otro que el perro de don Máximo, el alcalde, que se le echó encima una tarde que montaba en bicicleta por el bosque de los Tilos y encima le dio un leve bocado en la pierna. Aunque apenas le provocó un rasguño, el susto fue tremendo y desde entonces aborrecía a todos los perros. Le parecían asesinos en serie y llegó a inventarse varias historias truculentas en las que los perros atacaban a niños y mayores. Le asustaban sus ladridos y hasta sus movimientos impredecibles. —Los odio —murmuraba cada vez que se cruzaba con uno. —¿Qué dices? —le preguntaba Álex, que iba a su lado.

11 —¿Te he contado alguna vez la leyenda del castillo de Villamar? —soltaba para cambiar de conversación. Álex se reía por dentro, en Villamar nunca había habido un castillo. Era el más serio del grupo, sonreía poco y hablaba menos. Su madre decía que era inteligente y que tenía un gran mundo interior. Debía de ser verdad porque Álex sacaba muy buenas notas, aunque siempre le decían que tenía que participar más en clase. Era el compañero de pupitre ideal para no ser molestado y por eso solían sentarlo al lado de Quin, que no paraba de hablarle aunque Álex jamás le contestara. Sin embargo, sentar a Quin con Marco suponía siempre un desastre. El primero hablaba, el segundo respondía y, si les llamaban la atención, acababan peleados porque Marco le echaba la culpa al otro, que era quien empezaba las conversaciones. —¡Ya me la he cargado por tu culpa! —protestaba. Marco era buen chico, pero bastante quejica y protestón, nunca estaba conforme. Si quedaban en el bosque de los Tilos, él prefería ir a la playa, y viceversa. Para colmo, no le gustaban los helados.

12 —¡Pero si es lo más bueno del mundo! —insistía Quin—. No sabes lo que te pierdes. Para Quin, eso de no disfrutar de los helados debía de ser un defecto de fabricación y pensaba que su amigo Marco era el único que lo sufría. ¡Pobrecillo!

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