8 esas fechas. Quin apenas había visitado el resto del mundo, solo alguna escapada de fin de semana a ciudades cercanas que siempre le parecían más feas que su pueblo. Al menos, el verano tenía algo de nuevo, de bullicioso: los forasteros abarrotaban las calles y regresaban los amigos «de fuera», como los llamaban quienes vivían todo el año en aquel lugar con playa, montaña y urbanizaciones. No le faltaba de nada a Villamar. Quin era muy hablador, en el colegio siempre se enfadaban con él porque no paraba de hablar. La profesora aseguraba que, si estuviese más atento, sería el primero de la clase, pero muchas veces no se enteraba porque prefería contarle chistes a su compañero o inventarse alguna historia extraordinaria que juraba que era real. —¡Quin y Marco! ¿Se puede saber de qué habláis? —les gritaba la profe. —¡No soy yo! —protestaba Marco—. ¡Es él! Dice que anoche vio por la ventana las luces de un platillo volante. La clase estallaba en carcajadas, pero no se reían de Quin porque sabían cómo era, disfrutaban de sus ocurrencias y sus fantasías y se divertían con
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