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10 Quin guardaba algunos secretos inconfesables, aunque todo el mundo los sabía. Era muy miedoso, todo le asustaba: la oscuridad, las tormentas, los ruidos extraños, las sombras misteriosas y, sobre todo, los perros. Él intentaba disimularlo, alejarse un poco sin que los demás se percataran, pero sus amigos lo sabían, aunque ninguno parecía darse cuenta ni se burlaban por ello. El mismo Quin pensaba que los demás desconocían aquella fobia terrible, cuyo culpable no era otro que el perro de don Máximo, el alcalde, que se le echó encima una tarde que montaba en bicicleta por el bosque de los Tilos y encima le dio un leve bocado en la pierna. Aunque apenas le provocó un rasguño, el susto fue tremendo y desde entonces aborrecía a todos los perros. Le parecían asesinos en serie y llegó a inventarse varias historias truculentas en las que los perros atacaban a niños y mayores. Le asustaban sus ladridos y hasta sus movimientos impredecibles. —Los odio —murmuraba cada vez que se cruzaba con uno. —¿Qué dices? —le preguntaba Álex, que iba a su lado.

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