14 pavimento, inquieto, revolviéndose porque ella le clavaba sus uñas con saña. Miró arriba. Los dos rascacielos se tambaleaban, contagiándose del dolor que ella sentía. Ojalá se derrumbaran en ese preciso instante y la sepultaran bajo una capa de escombros y cenizas. Una bocina le perforó los tímpanos. Un autocar se acercaba con la determinación de arrollarla. Se levantó de un salto y retrocedió varios pasos. Cuando el autocar pasó delante de ella, la corriente le abofeteó la cara. Ella solo deseaba desvanecerse en ese aire, desaparecer. Estaba plantada en medio de la acera, desubicada, perdida. No había sido buena idea regresar al punto cero, debía marcharse cuanto antes. Echó a andar hacia el centro, hacia la cafetería donde solía desayunar todas las mañanas. Al girar la esquina, el Primo la esperaba apoyado contra la pared y con la cabeza cubierta con una gorra. En el encontronazo, el chico dejó caer una bolsita en el capazo de mimbre mientras ella le daba la mano y le deslizaba un billete de cincuenta. Como cada lunes, la operación fue rápida. Mientras él desaparecía doblando la esquina, ella siguió caminando hacia la cafetería con la cabeza gacha. —¡Hola! ¡Buenos días! Se detuvo en seco para no darse de bruces con esa chica. ¿Quién era? ¿Acaso había visto la operación? La chica le ofreció una sonrisa impecable. Debía de tener unos
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