20 —¡Qué va! Si ya se ha acostado… El chico pausó el videojuego, limpió las migas del hule con la servilleta y se llevó el plato y las latas a la cocina. Cuando salió, hizo el amago de darle un beso en los labios, pero ella le apartó la cara. —¿Qué te pasa? Arantxa resopló. No tenía ganas de montar otro numerito, pero le hervía la sangre. ¿Es que no se daba cuenta? —Jose, lo de siempre, que parezco tu madre. —Perdona, me he despistado —se disculpó con cara de perro pachón. Arantxa se dirigió al sofá y se desplomó sobre él como un peso muerto. El cansancio, la impotencia y la rabia centrifugaban en su estómago. —Estoy harta, Jose —reconoció después de un largo suspiro—. Con tu depresión y tus milongas, te pasas los días aquí metido, en casa de tu abuela, y encima ella te lo hace todo. Me da rabia, ¡qué quieres que te diga!, porque tú no haces ni el huevo. Y yo, mientras tanto, trabajando más horas que un reloj. Y, claro, quien invita siempre soy yo. ¡No es justo! Jose se quedó paralizado en medio del comedor como una bala encasquillada. Ese comentario había sido un golpe bajo; él ya se culpaba lo suficiente por no encontrar trabajo como para que ella se lo restregara por la cara, pero seguía sin levantar cabeza desde que lo echaron del taller. —Te prometo que mañana me pongo a buscar.
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