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Las cien tormentas Beatriz Giménez de Ory Ilustración: Adolfo Serra

A Daniel, que tiene corazón de pájaro, y a Manuel, que tiene corazón de árbol

9 1 —Cuando oigas la tormenta, sal de casa. Cruza el puente, camina hasta que dejes de ver las luces de la aldea. Después granizará. No corras, no busques cobijo. Debes quedarte quieto, con los brazos abiertos, como un espantapájaros. Eso le había dicho Plinia. Plinia era su única amiga, y el joven Bobo obedeció. La lluvia había empezado por la noche. Bobo se encontraba en el establo, donde dormía habitualmente. Los caballos habían sentido de lejos la tormenta y llevaban horas muy inquietos, así que Bobo no pudo pegar ojo. Cuando el cielo descargó el primer trueno, estaba totalmente despierto. Se levantó del jergón y sacudió las pajas de su ropa (el chaquetón enorme, los pantalones demasiado cortos). Luego se despidió de los dos caballos besándolos justo en mitad de los ojos y abrió el portón.

10 La noche le cayó encima como un manto de agua. Los relámpagos iluminaban intermitentemente el camino que llevaba hasta el puente, aunque él habría podido recorrerlo con los ojos cerrados. No tenía miedo. Las palabras de Plinia brillaban dentro de él como un farol. Cruzó el río, caminó por la ribera, descendió por una suave colina embarrada. Nunca había llegado tan lejos. Se giró y no vio ninguna luz: ni luna, ni estrellas, ni ventanas encendidas. Empezó a granizar. Primero sobre las hojas altas de los árboles y enseguida sobre su cabeza, sus brazos estirados, las manos bien abiertas. Dolía ese granizo frío, pero Bobo aguantó el chaparrón completamente quieto. Ni siquiera pensó que podría tratarse de una broma pesada, de una burla. Y eso que él era experto en recibir burlas y bromas pesadas. No se le cruzó por la imaginación, ni un solo instante, que Plinia le hubiera engañado. ¿Cuánto duró el granizo? ¿Unos pocos minutos, cerca de una hora, tres eternidades? Bobo no podría decirlo. Es más, juraría que se había quedado dormido en mitad del granizo y que fue el puro silencio lo que le despertó. Abrió los ojos. Empezaba una mañana nueva, limpia, después de la tormenta.

11 2 El día anterior al granizo fue cuando Bobo vio a Plinia por última vez. Ella le había dado más instrucciones: —Luego amanecerá y te pondrás a andar. Vallande se encuentra a cuarenta mil pasos de aquí. ¿Hasta cuánto sabes contar? —le había preguntado Plinia. —Hasta diez —contestó Bobo. —Mmmm, eso es poco. Ayúdame a desgranar guisantes y así te enseño el resto de los números. Se sentaron fuera de la casita de la anciana Plinia, junto a la huerta. Desgranando guisantes, contaron hasta cien. Luego volvían a empezar. Y así varias veces. Cuando terminaron de sacar el último guisante de la vaina, Bobo ya había aprendido a contar hasta cien.

12 —Cien no es bastante todavía, Bobo. Coge un buen ramillete de dientes de león y metámonos en casa. Una vez dentro, Plinia le pidió a Bobo que colocara las plantas sobre el mantel de la cocina y que soplara muy suavemente. Los dientes de león se deshicieron en infinidad de semillas muy pequeñas. —Ahora, te voy a enseñar a contar hasta mil —anunció la anciana. Cayó la noche y ellos seguían contando. Las semillas de los dientes de león formaban una montaña algodonosa en el centro de la mesa. —Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve —susurró Bobo, maravillado por todo lo que había aprendido en un solo día—. ¿Hay algo más? —¡Un millón! —concluyó Plinia, colocando con toda delicadeza la última semilla en el montón. Y añadió: —Ya tienes conocimientos de sobra para llegar a Vallande. Recuerda que está a cuarenta mil pasos de aquí. —Qué pena que nos hayamos conocido hace tan poco tiempo, ¿verdad?

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14 —Sí, Bobo. Hoy hace justo una semana que te vi mirando por encima de la cancela y te invité a pasar. —Había humo saliendo de la chimenea y sentí curiosidad. Otras veces he visto el humo, pero nunca me había atrevido a entrar. —¿Por qué? —Porque… soy tímido. Y porque en el pueblo dicen que eres una bruja. Plinia se echó a reír muy suavemente. Bobo insistió: —Ojalá te hubiera conocido desde niño. Me habrías enseñado tantas cosas… —Cuánto me habría gustado, Bobo. Pero me he pasado toda la vida viajando, yendo de aquí para allá. Quedó pensativa un buen rato, y dijo: —Si nos hubiéramos conocido cuando eras un chiquillo… —¿Te habrías quedado aquí, en la aldea? —preguntó Bobo, esperanzado. —No. Te habría llevado conmigo. —¿Y por qué has tenido que viajar tanto, Plinia?

15 La anciana se detuvo frente a la cancela que separaba su jardín del camino y dijo, sin bajar la voz, como si fuera la cosa más normal del mundo: —Porque soy un hada, querido. —¿Cómo vas a ser un hada? Plinia se encogió de hombros. —Y las hadas viajamos a lugares lejanos para aprender unas de otras: nuevas hierbas que sanan, nuevas maneras de huir... En aldeas pequeñas como estas se nos confunde con las brujas y se nos quiere poco. —Yo te quiero, Plinia —susurró Bobo. —Lo sé, tesoro. Plinia miró las estrellas durante un rato largo. Luego habló: —Regresa ahora al cobertizo y duerme bien. Mañana, cuando vengas a visitarme, tal vez haya salido de viaje. Así que déjame que te abrace ahora, chicarrón. Bobo no recordaba que nadie le hubiera abrazado antes. Sintió en el pecho un calor desconocido y hermoso. —A pesar de esta barba espesa que luces, eres tan joven… ¿Cuántos años tienes?

16 —Creo que mañana cumpliré los dieciocho. La anciana miró a Bobo con intensidad, para indicar que lo que estaba a punto de decirle era muy importante: —Se abrirá delante de ti una nueva vida. No tengas miedo: acéptala. Tú no eres lo que los demás te han hecho creer: eres mucho más grande y estás lleno de luz. Al día siguiente, cuando Bobo llamó a la puerta de la casita de su amiga, nadie le abrió. Decidió entrar y vio a Plinia tendida en la cama, como dormida. Bobo supo enseguida que estaba muerta. Suavemente le apartó algunos mechones blancos de la frente, le besó las manos pequeñas y frías, y se las cruzó sobre el pecho, como había visto que hacen con los muertos. Luego avisó al cura. La enterraron debajo de una higuera repleta de frutos. Bobo dejó sobre la tierra removida un ramillete de dientes de león. Se levantó un poco de aire húmedo. Esa noche llegaría la tormenta.

17 3 Bobo recordaba las palabras de Plinia como si las tuviera zumbando alrededor de las orejas. Caminaba y contaba, caminaba y contaba. Llevaba detrás, como siempre, un cortejo de pájaros: gorriones, jilgueros, golondrinas, herrerillos... Algunos se posaban en su cabeza y en sus hombros. El sol le secó enseguida las ropas mojadas y pronto empezó a sudar. Pero no paró ni para enjugarse el sudor de la frente, ni para quitarse el chaquetón, ni unas piedrillas que se le habían metido en las botas, ni para beber agua en el río que corría junto al camino, ni para comer el pan con queso que guardaba en el zurrón. No quería equivocarse con el número de pasos. Por eso le dio mucha rabia que, cuando llevaba treinta y un mil cuatrocientos diez, una niña se descolgara de la rama de un ciruelo y decidiera saltar justo cuando pasaba

18 él, cerrándole el camino. Los pájaros se echaron a volar. Bobo se paró en seco y la miró. La niña debía de tener unos nueve años. Era delgada. El sol le brillaba en el pelo castaño, que llevaba suelto y despeinado. Sin embargo, vestía un corpiño y una falda muy elegantes de seda verde. A Bobo le recordó a un pajarillo. A un verderol. —Tengo hambre —se quejó la niña. —Treinta y un mil cuatrocientos diez —contestó él. —¿Qué has dicho? —Treinta y un mil cuatrocientos diez. Creo. Me has hecho perder la cuenta. —¿Qué cuenta? —Debo llegar a Vallande antes de que anochezca. Está a cuarenta mil pasos exactos de donde vengo y no querría perderme. —¿Vallande? Casi estamos. ¿Ves esas pocas casas grises en la ladera? Pues es ahí. En poco más de una hora habremos llegado. No necesitas seguir contando más. Bobo suspiró, todavía un poco contrariado. Pero le hizo un gesto a la niña y se sentaron bajo

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