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17 3 Bobo recordaba las palabras de Plinia como si las tuviera zumbando alrededor de las orejas. Caminaba y contaba, caminaba y contaba. Llevaba detrás, como siempre, un cortejo de pájaros: gorriones, jilgueros, golondrinas, herrerillos... Algunos se posaban en su cabeza y en sus hombros. El sol le secó enseguida las ropas mojadas y pronto empezó a sudar. Pero no paró ni para enjugarse el sudor de la frente, ni para quitarse el chaquetón, ni unas piedrillas que se le habían metido en las botas, ni para beber agua en el río que corría junto al camino, ni para comer el pan con queso que guardaba en el zurrón. No quería equivocarse con el número de pasos. Por eso le dio mucha rabia que, cuando llevaba treinta y un mil cuatrocientos diez, una niña se descolgara de la rama de un ciruelo y decidiera saltar justo cuando pasaba

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