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18 él, cerrándole el camino. Los pájaros se echaron a volar. Bobo se paró en seco y la miró. La niña debía de tener unos nueve años. Era delgada. El sol le brillaba en el pelo castaño, que llevaba suelto y despeinado. Sin embargo, vestía un corpiño y una falda muy elegantes de seda verde. A Bobo le recordó a un pajarillo. A un verderol. —Tengo hambre —se quejó la niña. —Treinta y un mil cuatrocientos diez —contestó él. —¿Qué has dicho? —Treinta y un mil cuatrocientos diez. Creo. Me has hecho perder la cuenta. —¿Qué cuenta? —Debo llegar a Vallande antes de que anochezca. Está a cuarenta mil pasos exactos de donde vengo y no querría perderme. —¿Vallande? Casi estamos. ¿Ves esas pocas casas grises en la ladera? Pues es ahí. En poco más de una hora habremos llegado. No necesitas seguir contando más. Bobo suspiró, todavía un poco contrariado. Pero le hizo un gesto a la niña y se sentaron bajo

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