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10 La noche le cayó encima como un manto de agua. Los relámpagos iluminaban intermitentemente el camino que llevaba hasta el puente, aunque él habría podido recorrerlo con los ojos cerrados. No tenía miedo. Las palabras de Plinia brillaban dentro de él como un farol. Cruzó el río, caminó por la ribera, descendió por una suave colina embarrada. Nunca había llegado tan lejos. Se giró y no vio ninguna luz: ni luna, ni estrellas, ni ventanas encendidas. Empezó a granizar. Primero sobre las hojas altas de los árboles y enseguida sobre su cabeza, sus brazos estirados, las manos bien abiertas. Dolía ese granizo frío, pero Bobo aguantó el chaparrón completamente quieto. Ni siquiera pensó que podría tratarse de una broma pesada, de una burla. Y eso que él era experto en recibir burlas y bromas pesadas. No se le cruzó por la imaginación, ni un solo instante, que Plinia le hubiera engañado. ¿Cuánto duró el granizo? ¿Unos pocos minutos, cerca de una hora, tres eternidades? Bobo no podría decirlo. Es más, juraría que se había quedado dormido en mitad del granizo y que fue el puro silencio lo que le despertó. Abrió los ojos. Empezaba una mañana nueva, limpia, después de la tormenta.

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