12 —Cien no es bastante todavía, Bobo. Coge un buen ramillete de dientes de león y metámonos en casa. Una vez dentro, Plinia le pidió a Bobo que colocara las plantas sobre el mantel de la cocina y que soplara muy suavemente. Los dientes de león se deshicieron en infinidad de semillas muy pequeñas. —Ahora, te voy a enseñar a contar hasta mil —anunció la anciana. Cayó la noche y ellos seguían contando. Las semillas de los dientes de león formaban una montaña algodonosa en el centro de la mesa. —Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve —susurró Bobo, maravillado por todo lo que había aprendido en un solo día—. ¿Hay algo más? —¡Un millón! —concluyó Plinia, colocando con toda delicadeza la última semilla en el montón. Y añadió: —Ya tienes conocimientos de sobra para llegar a Vallande. Recuerda que está a cuarenta mil pasos de aquí. —Qué pena que nos hayamos conocido hace tan poco tiempo, ¿verdad?
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