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Para la clase que atrapó a la Langosta Come Tizas. Y, especialmente, a Leire, Iván y Aarón, porque vuestros nombres también tenían que salir en este libro.

9 1 Tres con catorce Cuando la Doctora X puso el papel sobre mi mesa supe que mi vida se había terminado. —Por favor, no me haga esto —supliqué. La Doctora arqueó las cejas. Tenía una mirada calculadora y fría. Era una auténtica villana con fama en el instituto de ser lo bastante desalmada para suspender a sangre fría a cualquier alumno que se despistara en su clase. —No te he hecho nada, Isaac. Yo no te he suspendido, solo he contado los puntos y calculado la media. Creo que, si quieres aprobar, tendrás que tomarte mi asignatura más en serio. —¡Ya lo hago! —protesté—. ¿Cómo puede alguien tomarse en broma la física? No hay una sola cosa divertida en todo el libro. Alejandro, mi compañero de pupitre, me dio un codazo. Quejarse de la física delante de la

10 profesora no era la opción más inteligente. Bueno, había sacado poco más de un tres después de horas de estudio; si algo estaba claro es que yo tampoco era el chico más brillante de la clase. La Doctora X bajó una de las cejas que tenía arqueadas para lanzarme una mirada capaz de atravesarme. No era una doctora de verdad (que supiéramos) y su nombre no era X. En realidad, nuestra profesora de Física se llamaba Eva, era bajita y tenía las mejillas redondas. Un aspecto muy inofensivo para alguien capaz de repartir suspensos a diestro y siniestro. Por eso, y porque siempre llevaba una bata blanca, los alumnos empezamos a llamarla Doctora X. La maligna Doctora X. —La física es la ciencia que estudia el universo. ¿Cómo puedes decir que el universo entero es aburrido? —¡Estudiarlo sí! —mascullé. Pensé que me iba a echar la bronca por protestar. O, directamente, ponerme deberes extra o hacer que me quedase a estudiar en el recreo. Sin embargo, lo que hizo fue inclinarse sobre mi examen y esbozar una sonrisa de lo más maquiavélica.

11 —Una puntuación muy irónica, considerando que no te gustan las ciencias. No estaba seguro de qué quería decir. El tres con catorce se burlaba de mí desde el papel. Si fuera un cuatro a lo mejor mis padres serían más comprensivos. Pero era un tres. Suspiré, compadeciéndome de mí mismo. —No es el fin del mundo —me consoló Alejandro. —Aún no, eso llegará cuando mis padres vean la nota. Antes de que alguien se atreva a decirme que estaba siendo un poco dramático, necesito explicar por qué ese suspenso era el final de mi vida tal y como la conocía. Y para eso tengo que hablar un poco de mí. Me llamo Isaac y tengo trece años. Estoy en segundo de la ESO, que es el curso donde todo se complica. En parte, por la aparición de la peor asignatura del mundo: ¡la Física! Y no es que no me gusten las ciencias. No soy malo en Matemáticas y el año pasado saqué un notable en Biología. La Biología es la gemela buena de las Ciencias Naturales y la Física es la hermana maligna.

12 Me lo tomo en serio y estudio mucho. No me queda otra. Mis padres están más pendientes de mi agenda que unas gaviotas de un sándwich en la playa. Todo el mundo piensa que ser hijo único es todo ventajas: no tienes que compartir cuarto, ni heredar ropa usada, ni te encasquetan un hermano pequeño cuando quieres quedar con tus amigos. Lo que nadie se para a pensar es que siempre tienes dos pares de ojos atentos a cada uno de tus pasos y a cada una de las notas que llevas a casa. Tampoco es que aprobar sea misión imposible. Suelo tener notables en Inglés. No se me da mal, incluso voy a una academia por las tardes donde casi todos son mayores que yo. Por no hablar de mi sobresaliente en Educación Física. Es normal, soy delantero en el equipo municipal y hago los mejores pases. Puede que en Lengua a veces me quede en el seis y que las Mates se me atasquen un poco. Aun así, me las apaño para aprobar la gran mayoría de mis exámenes. El problema son las Naturales. ¿A quién le puede gustar eso de estudiar sobre mezclas, componentes y átomos? Solo Victoria,

13 nuestra delegada, parecía encantada con la asignatura. Es una chica con el pelo rubio, gafas de pasta y voz suave. Alguna vez, por pena, había intentado explicarme los ejercicios, pero para mí seguía siendo un idioma desconocido. El caso es que esa tarde sabía que cada paso que daba camino a casa era un paso más cercano a mi final. No el final de mi existencia, ni siquiera yo soy tan dramático, pero sí el final de tener las tardes libres, de los entrenamientos de los martes y jueves, y de los partidos de los sábados. A veces parece que las cosas no pueden ir peor, y aun así el destino logra sorprenderte. Eso pasó al abrir la puerta de casa. Sentía que la mochila donde llevaba la nota del examen me pesaba tres toneladas. Llegué a la puerta arrastrando los pies. Antes de pensar en cómo empezar la conversación, un aroma fétido, repelente y nauseabundo me golpeó con tanta fuerza que casi me echa de allí. —¿Coliflor? ¿Otra vez? —protesté sin atreverme a entrar al pasillo. —Espero que tengas hambre —saludó mi padre con voz alegre—. ¡Los abuelos nos han mandado verdura para un regimiento!

14 Con un largo suspiro, cerré la puerta. Mis abuelos son los mejores, no quiero que se me malinterprete. Viven a varias horas de mi ciudad, en un pueblo pequeño cerca del valle del Jerte. Tienen una casa apartada, con un huerto enorme, siete gallinas, dos perros y cuatro cabras. Me encanta pasar los veranos con ellos y echarles una mano. Pero más por la parte de cuidar animales que de que me atiborren a verduras. No soy muy fan de la calabaza ni de las acelgas, mi archienemiga es la coliflor. ¿Hay una sola persona en el mundo entero a quien le guste eso? Ya solo el olor nos está gritando que hincarle el diente es una mala idea. Cuando llegué a la cocina el hedor era insoportable. Mi madre ponía la mesa mientras hablaba muy animada sobre un nuevo proyecto. Se llama María y trabaja con un equipo de arquitectos. Jamás he visto a nadie a quien le entusiasmen más los planos o el trabajo que a mi madre. Mi padre, Javier, es traductor y tiene la suerte de trabajar casi siempre desde casa, así que también es el encargado de preparar las comidas, hacer la colada y asegurarse de que mantengo el orden.

15 —¡Oh, oh! —Mi madre paró de hablar para mirarme, preocupada—. ¿A qué viene esa mala cara? —Este olor… —gruñí, aunque no se trataba solo de eso, y mi padre se giró hacia mí con la rapidez de una serpiente que ve un ratoncito. —¿Te han dado por fin la nota de Naturales? Lo mejor hubiera sido responder rápido. La lentitud solo hizo que mis padres me mirasen con los ojos cada vez más entrecerrados. —¿Y bien? —insistió mi padre. Con un suspiro abrí la mochila. Con otro suspiro, uno aún más profundo, les tendí la agenda. Me esforcé en poner mi mejor cara de pena y mis ojos más brillantes, aunque ya intuía que la batalla estaba perdida. —¡¿Un tres?! —exclamó mi madre, incrédula. —Un tres con catorce —corregí entre dientes—. Las décimas cuentan. —No cuentan lo bastante para conseguir un aprobado. —Mi padre se cruzó de brazos—. ¡Te dije que no le dedicabas tiempo suficiente! —No es eso —me defendí—. ¡Es que me cuesta entenderlo!

16 Me arrepentí de decirlo tan pronto como pronunciaba esas palabras. Si pudiera, las hubiera absorbido de vuelta. Lo último que quería era que mi madre se pasara las tardes del sábado sentada a mi lado en el escritorio explicándome con voz lenta la lección y haciéndome repetir fórmulas como si fuera un papagayo. Sin embargo, lo que me dijeron no fue eso. Lograron sorprenderme. Para peor: —Vamos a buscarte unas clases particulares. —¿Qué? No, no tengo tiempo. Los lunes y miércoles iba a la academia de Inglés. Martes y jueves tenía fútbol, y, por supuesto, no podía faltar a los partidos de los sábados. ¡Mi equipo me necesitaba! Los viernes quedaba con mis amigos para dar una vuelta o jugar a videojuegos. ¡Y el domingo me tocaba poner orden en el cuarto, estudiar y hacer los deberes atrasados! Se lo expliqué a mis padres tan apresuradamente que no dejaba espacio entre las frases para respirar. Era imposible. En mi horario no había ni siquiera un pequeño hueco libre donde encajar una clase extra. Mis padres tendrían que saber que los estudiantes somos los seres humanos con menos tiempo libre.

17 Pero en el diccionario de mi madre no está la palabra rendirse. Eso a veces es fantástico, como cuando consigue planear las mejores vacaciones en el último momento o cuando saca adelante un proyecto imposible. Por desgracia tampoco estaba dispuesta a asumir que no podía dar una clase extra a la semana. Consultó la agenda de la nevera, dio unos golpecitos con el dedo en el horario y se encogió de hombros como si la solución fuera simple. —Buscaremos a alguien para los viernes. —Pero ¿cómo voy a estar encerrado en casa los viernes por la tarde? —protesté—. Después de toda la semana sin parar necesito descansar. —Los viernes —repitió mi madre con ese tono de voz que no admite réplicas, comentarios ni sugerencias—. Si no encontramos ningún profesor particular que esté libre a esa hora, ya te puedes ir olvidando del fútbol. Parpadeé varias veces. ¿Había escuchado bien? —¡Eso nunca! —Pues cruza los dedos para que encontremos a alguien que quiera pasar los viernes contigo —zanjó mi padre, que puso la olla de coliflor hervida sobre la mesa—. Y, ahora, ¡a comer!

18 2 Profesora sorpresa La esperanza es lo último que se pierde. Debía de ser cierto porque yo me empeñaba en pensar que mis padres se olvidarían de buscarme un profesor particular para Física. O, al menos, que dejaran pasar el tiempo suficiente para que yo pudiera esforzarme de verdad en el siguiente examen. Estaba seguro de que podría, al menos, llegar al cinco, y eso sería suficiente para que se olvidaran de tutorías, horas extra de estudios y caras de vinagre cada vez que recordaban el tema. Reconozco que era un poco inocente por mi parte: los padres tienen memoria fotográfica para los castigos de los hijos. Ese mismo viernes, antes de que saliera hacia el colegio, mi padre me dijo las palabras que yo más temía escuchar: —No te retrases que esta tarde, a las cinco, tienes tu primera clase particular de Física.

19 —¿Empezamos hoy? —pregunté, sintiéndome traicionado—. Pero había quedado con Sergio para jugar a un nuevo… —Puedes quedar con Sergio cualquier otro día. ¿Sabes qué es lo que no puedes hacer? ¡Suspender de nuevo! No supe ni qué contestar. La situación era indignante. Lo mínimo era comunicármelo con tiempo para prepararme. Ahora me tocaba cambiar los planes y avisar en el último momento a mis amigos de que quedasen sin mí. Durante un trimestre como mínimo iba a tener mucho menos tiempo libre. ¡Y un trimestre es una eternidad! Pasé gran parte del día enfurruñado. Las clases se me hicieron eternas y volví a casa arrastrando los pies. Los viernes perdían parte de su encanto si sabía que al terminar las clases me tocaba una hora extra de estudio. Cuando se acercaban las cinco, mi padre me mandó a ordenar mi cuarto. Como si fuera importante que quien viniera pensara que yo era ordenado. Al guardar la ropa en el armario me pregunté por primera vez cómo sería el profesor. Tenía que ser una persona bastante amargada como para

20 querer pasar las tardes del viernes torturando a un pobre adolescente con partículas y moléculas. Me imaginaba a una señora mayor con el pelo de Einstein, unas gafas enormes y voz muy severa. Seguro que era de las que tienen cara de amargada, sin ninguna paciencia cuando no entendiera la lección. Mi madre dice que, cuando estoy enfadado, me meto yo solo en una espiral de negatividad y me pongo a pensar en la peor situación posible. Pero en ese momento no era yo el que se estaba metiendo en ninguna espiral, eran ellos quienes me obligaban a pasar la tarde del viernes estudiando con alguien desconocido. Todavía no había dejado libre el escritorio cuando se escuchó el timbre. ¡Encima llegaba antes de tiempo! Decidí que quien fuera no tenía consideración. —Voy —suspiré. Con mi cara de resignación más exagerada, abrí la puerta a la desconocida con la que iba a pasar los próximos viernes. Lo primero que pensé al verla es que se había equivocado. Ni siquiera la invité a entrar. Me quedé quieto como un pasmarote mirando a esa chica de ojos marrones y pecas en la nariz. Los ojos, y tal vez

21 las pecas, era lo único normal en ella. Tenía el pelo muy corto de color castaño con mechas moradas. Llevaba una sudadera enorme, de color lila, que casi le llegaba a las rodillas y le caía por encima de unos leggins de galaxia. Las deportivas blancas estaban pintadas con garabatos de colores y llevaba un calcetín verde claro y otro color fucsia. No tenía nada que ver con la profesora seria y mayor que me había imaginado. De hecho, esa chica no parecía mayor que yo. Estaba tan confundido que ni siquiera me di cuenta de que llevaba un rato en silencio hasta que ella sonrió, divertida. —Isaac, ¿verdad? ¿Me dejas pasar? Cuanto antes empecemos, antes acabamos. Iba a decir que se había equivocado de casa, o que si aquello era una broma tenía mucha gracia, pero mi padre apareció y le sonrió con toda la normalidad del mundo. —Hola, Niko. ¡Pasa! ¿Has encontrado bien la casa? —Sin problema —contestó ella. ¿Niko? Tuve que morderme la lengua para no preguntar qué clase de nombre es ese. En mi colegio había dos chicos que se llamaban Nicolás. Uno muy alto y moreno, y otro pequeño y rubio,

22 que además eran muy amigos, pero nunca había escuchado ese nombre en chicas. Quedaba un poco raro. Por otra parte, Niko era una chica de lo más peculiar, así que un nombre raro le sentaba bien. Tuve que apartarme un poco para dejarla pasar. A pesar de su aspecto estrafalario, mi padre parecía encantado de que estuviera allí. —Niko es un prodigio en física —dijo cuando se dio cuenta de que toda esta escena me estaba dejando descolocado—. Y en biología, ¡y hasta en matemáticas! No se le resiste nada. Tenemos suerte de contar con ella. Más vale que aproveches esta hora de clase. —Seguro que lo hará —prometió Niko—. No pienso dejar que se distraiga. La guio hasta mi cuarto. Niko y mi padre jugaban con la ventaja del ataque sorpresa: estaba tan desconcertado que ni siquiera protesté. —Disculpa el desorden. ¡Mira que le hemos dicho que recogiera! —soltó mi padre. ¡Ya ves! Como si tuviera que estar de exposición en vez de ser el sitio donde vivo. —No pasa nada —contestó Niko, que se sentó en una de las sillas.

23 —No os entretengo más —dijo mi padre, a modo de despedida—. ¡Aprovecha, Isaac! Cuando nos quedamos solos, Niko apoyó el codo en la mesa y me miró como si esperase que yo dijera algo. —Bueno —comentó tras un silencio—. ¿Qué es lo que te cuesta? —¡Nada! —contesté al momento. Niko arqueó una ceja y esbozó una sonrisa divertida. —Entonces…, ¿ya puedo irme? ¿Le decimos a tu padre que no puedo ayudarte en nada? Balbuceé algo y abrí el libro por el tema que había suspendido. La miré de reojo. ¿De verdad era un genio de la física? ¡Si era de mi edad! ¿Le había dado por pasar todo su tiempo libre con la cabeza delante de tochos incomprensibles? No tenía pinta de ser tan aburrida. —Mezclas homogéneas y heterogéneas —suspiré—. No hay forma de hacer esto interesante. Niko abrió mucho los ojos y sonrió como si hablara de hacer una tarta de chocolate. Y entonces apartó el libro y se giró para quedar de frente.

24 Sacó de su mochila una pizarrita blanca y un estuche de marcianitos con rotuladores de colores. Empezó a hablar con tanta emoción en la voz que, desde fuera, cualquiera diría que estábamos charlando sobre fuegos artificiales. Cuando mis padres llamaron a la puerta pensé que iban a traer un vaso de agua u ofrecerle merienda. Sentía que estábamos empezando la clase. Pero mi madre se asomó con una sonrisa y dejó la puerta abierta. —Niko, no queremos abusar de tu tiempo. ¿Cómo ha ido la clase? —¿Ya ha terminado? —pregunté, confundido. Busqué el reloj de pared con la mirada. Marcaba las seis y cuarto. ¿Dónde se había esfumado el tiempo? A lo mejor el reloj se había adelantado. Niko limpió su pizarra de los garabatos con los que había ido dibujando los ejemplos. Tras guardarla, se levantó de un salto. —Creo que ha ido bien. Isaac tiene capacidad, lo que le faltaba era el enfoque adecuado. —Eso esperamos. Si suspende el trimestre, ya puede olvidarse del fútbol.

25 —¡Oye! —protesté—. ¡Que me estoy esforzando! Y hoy me he enterado muy bien de las mezclas, de las disoluciones… No era tan complicado. O puede que Niko lo haya hecho fácil. La Doctora X tenía que haber usado el ejemplo de la leche con cacao en vez de decir tantas cosas técnicas en clase. Mi madre le tendió a Niko un billete de veinte euros sin perder la sonrisa. ¡Menuda hipócrita! Cuando yo le pedía mis cinco euros de la paga siempre me racaneaba. ¡Y a Niko le daba los veinte con una sonrisa enorme! La chica se lo guardó en el bolsillo trasero de los pantalones y se despidió con un gesto. —Nos vemos la semana que viene, Isaac. Repasa un poco lo que te he explicado. —¿Ya te vas? —Tengo prisa —respondió Niko desde el pasillo. Quería preguntarle a dónde iba tan rápido, pero sabía que no era asunto mío. No es que yo sea un cotilla, pero nunca había coincidido con una persona tan desconcertante como Niko. Mis padres estaban encantados. Supongo que esperaban que protestase más en mi primera clase particular.

26 —¿Te lo ha explicado bien? —preguntó mi madre. —Sí, lo ha dicho de forma que parecía todo bastante fácil —respondí—. Ponía ejemplos que entendía. No tenía ni idea de lo que era una disolución saturada, creía que era… algo muy complicado. Como un químico de esos raros. ¡Y Niko me ha dicho que los refrescos con gas también son disoluciones saturadas! Tienen burbujas porque no les cabe más gas, se les escapa. Le repetí la lección entera, sin dudar ni en una sola cosa. Mi madre sonrió, orgullosa de mí. —¿Dónde la habéis encontrado? —pregunté, intrigado. A lo mejor era la hija de unos amigos y podía saber algo más de ella. —En una página de profesores particulares. Tenía muy buenas valoraciones y ahora entiendo por qué. Me alegro de que haga la clase entretenida. Niko no solo había conseguido que entendiera cosas que me parecían incomprensibles. También había hecho que el tiempo se me pasara volando. Y, no solo eso, me di cuenta de que no me parecía tan mala forma de pasar los viernes por la tarde.

27 3 El estuche de marcianitos Durante la semana seguí pensando en Niko. Ni iba a mi instituto ni vivía cerca: me habría fijado en una chica tan estrafalaria como ella. Quería descubrir de dónde había salido, cómo había aprendido tanto de física, biología y ciencias en general, pero Niko era un misterio. ¡Ni siquiera sabía su nombre completo! Cuando llegó la tarde del viernes adecenté mi cuarto antes de que me lo pidieran. Puse la ropa sucia en la cesta del baño, hice la cama y despejé el escritorio. Mi padre estaba tan sorprendido como encantado. Niko, sin embargo, ni siquiera se fijó en el cambio. Llevaba unos pantalones cortos de color naranja y medias con telarañas rojas. —¿Con qué nos ponemos hoy? —preguntó, sentándose sobre la silla con las piernas cruzadas. Ni siquiera había dedicado una mirada al cuarto que me había pasado horas ordenando.

28 —Hemos empezado a estudiar el reino de las protestas —contesté. —Los protistas —me corrigió ella con una sonrisa divertida. Ni siquiera tenía que abrir el libro para corregirme. No lo usamos más que para saber qué era lo que había dado en clase. Niko tenía su pizarra, sus rotuladores de colores y, aunque sus dibujos eran un poco chapuceros, bastaban para que comprendiera las explicaciones. No sé si alguna vez has hablado con un auténtico apasionado del piano. O del ajedrez. O de la repostería británica de la época victoriana. Cualquier persona obsesionada con algo raro. Esas personas que usan palabras complicadas que nunca has escuchado y disparan datos sin darse cuenta de que lo hacen. Hasta parece que hablan en un idioma inventado para ellos, con tanta pasión que, aunque no te interese lo más mínimo, te acaban contagiando. Niko tenía ese don para la ciencia. Las partículas se convertían en algo tan concreto que casi podía verlas. Las ondas de luz se dibujaban en el aire cuando ella me las explicaba. Entendí perfectamente la relatividad del tiempo porque la hora

29 que pasaba conmigo se convertía en quince minutos. Incluso se me olvidaba hacerle todas esas preguntas sobre ella que había acumulado durante la semana. De todas formas, Niko nunca hablaba de sí misma. Mis padres podían estar bien contentos porque en la hora de clase no hablábamos de otra cosa que no fuera de física y, al acabar, recogía a toda prisa. —¿Tienes otra clase particular después? —le pregunté a la tercera clase. —No. Tengo que hacer cosas —respondió metiendo la pizarrita en la mochila. —Puedes quedarte a merendar una tarde —le propuse—. Seguro que a mis padres les encantaría. Tengo videojuegos. Ella me lanzó una sonrisa. —Eso sería poco profesional. Lo dijo con tono serio y mirada divertida. Podría ser una broma. A lo mejor no le gustaban los videojuegos. ¡O se le daban fatal y le daba vergüenza reconocerlo! Seguro que era eso. Quería preguntarle a qué colegio iba o qué amigos tenía. Pero ella, como siempre, salió disparada

30 hacia la puerta. Cogió los veinte euros que le dio mi madre y se despidió con un gesto desde el pasillo. Regresé a mi cuarto para ordenar el escritorio. Ahí, encima de la mesa, estaba el estuche de marcianitos de Niko. Sin pensarlo dos veces lo cogí y salí tras ella. —¿Dónde vas? —me preguntó mi padre. —Niko se ha dejado algo aquí —respondí, abriendo la puerta de la calle. Niko había llegado al cruce y justo giraba hacia la izquierda. —¿Por qué no aprovechas y la acompañas hasta su casa? —me sugirió mi madre—. La pobre tiene que hacer siempre el camino sola. —¡Vale! —respondí alegre. Mis padres me acababan de dar la oportunidad perfecta para que descubriese algo más de Niko. Sé que no hice lo más correcto. Podría haber corrido un poco más, gritar su nombre y devolverle el estuche. En vez de eso, la seguí a cierta distancia. Estaba seguro de que Niko no me dejaría acompañarla. Además, sería un poco raro si le pidiese que me dejara ir con ella. No quería parecer un chaval

31 aburrido que no tenía nada mejor que hacer un viernes por la tarde. Niko avanzó por la avenida hasta alcanzar la gran rotonda de los cisnes. Una vez allí, en vez de seguir recto para llegar al centro, se desvió a la izquierda. Callejeamos un poco. Nos acercábamos a uno de los barrios residenciales donde yo no había estado nunca. Los bloques de pisos dejaron paso a las casas pequeñas. Y seguimos adelante. Había almacenes, talleres y solares sin construir a ambos lados de la carretera. ¿Niko viviría en esa zona? Hasta ese momento, yo me había ido escondiendo entre los coches o esperando tras las esquinas hasta quedar fuera de su vista. La cosa empezaba a complicarse. Encontraba muchos menos escondites. Y si dejaba más espacio entre nosotros podría perderla. Por suerte, Niko no se giró para mirar atrás ni una sola vez. Debía de estar absorta en sus pensamientos. Me agazapé detrás de unos arbustos a tiempo para ver cómo giraba tras una nave industrial. Dejé pasar unos segundos antes de seguirla. Lo que vi al llegar a la esquina me dejó sin aliento. ¡Era algo imposible!

32 Al final de la calle había una torre. No era una torre medieval, tampoco un rascacielos; parecía un edificio hecho con piezas de lego gigantes por un niño que no tenía ni idea de construir. Cada planta era distinta de la anterior: diferentes colores, materiales y tamaños. Por ejemplo, había una planta de cristal del tamaño de un estadio de fútbol sobre lo que parecía una casita de madera, y esta estaba situada sobre un bloque de aluminio del tamaño de una casa, pero sin una sola puerta o ventana. La torre se mantenía en un equilibrio imposible. Estaba seguro de que con un solo roce todo se vendría abajo. Niko no parecía en absoluto sorprendida. Al contrario, caminaba con la tranquilidad con la que yo puedo moverme por el pasillo de mi casa. Se detuvo delante de la primera planta y alzó la mano. Me alucinó el gesto. No parecía sacar las llaves ni estar pulsando ningún botón. Debía de tratarse de algún tipo de telefonillo, porque una puerta que no estaba allí un momento antes se abrió y Niko entró con toda la normalidad del mundo, dejando que la puerta se cerrase tras ella. La abertura desapareció tan pronto como la chica entró en

33 el edificio. La puerta era imposible de detectar, era como si nunca hubiera existido. Dudé. Aún sujetaba el estuche de marcianitos en la mano. Tenía que ser un efecto óptico. Pensé que, si me acercaba, vería mejor la puerta oculta. Era un sitio extravagante, como Niko. Eso era todo. Más decidido, salí de mi escondite y me acerqué a ese punto donde unos momentos antes había estado la puerta. La pared era lisa, de color gris. Estaba intacta. Pasé la mano por encima. No había ninguna abertura, ningún resquicio, ninguna puerta, nada. Me quedé delante un buen rato, incapaz de encontrar una explicación. Mi profe de Física acababa de desaparecer por arte de magia.

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