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16 Me arrepentí de decirlo tan pronto como pronunciaba esas palabras. Si pudiera, las hubiera absorbido de vuelta. Lo último que quería era que mi madre se pasara las tardes del sábado sentada a mi lado en el escritorio explicándome con voz lenta la lección y haciéndome repetir fórmulas como si fuera un papagayo. Sin embargo, lo que me dijeron no fue eso. Lograron sorprenderme. Para peor: —Vamos a buscarte unas clases particulares. —¿Qué? No, no tengo tiempo. Los lunes y miércoles iba a la academia de Inglés. Martes y jueves tenía fútbol, y, por supuesto, no podía faltar a los partidos de los sábados. ¡Mi equipo me necesitaba! Los viernes quedaba con mis amigos para dar una vuelta o jugar a videojuegos. ¡Y el domingo me tocaba poner orden en el cuarto, estudiar y hacer los deberes atrasados! Se lo expliqué a mis padres tan apresuradamente que no dejaba espacio entre las frases para respirar. Era imposible. En mi horario no había ni siquiera un pequeño hueco libre donde encajar una clase extra. Mis padres tendrían que saber que los estudiantes somos los seres humanos con menos tiempo libre.

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