28 —Hemos empezado a estudiar el reino de las protestas —contesté. —Los protistas —me corrigió ella con una sonrisa divertida. Ni siquiera tenía que abrir el libro para corregirme. No lo usamos más que para saber qué era lo que había dado en clase. Niko tenía su pizarra, sus rotuladores de colores y, aunque sus dibujos eran un poco chapuceros, bastaban para que comprendiera las explicaciones. No sé si alguna vez has hablado con un auténtico apasionado del piano. O del ajedrez. O de la repostería británica de la época victoriana. Cualquier persona obsesionada con algo raro. Esas personas que usan palabras complicadas que nunca has escuchado y disparan datos sin darse cuenta de que lo hacen. Hasta parece que hablan en un idioma inventado para ellos, con tanta pasión que, aunque no te interese lo más mínimo, te acaban contagiando. Niko tenía ese don para la ciencia. Las partículas se convertían en algo tan concreto que casi podía verlas. Las ondas de luz se dibujaban en el aire cuando ella me las explicaba. Entendí perfectamente la relatividad del tiempo porque la hora
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