A quienes aman los libros.
7 Hacerse mayor Todo empieza y todo acaba, y las vacaciones no son ninguna excepción. Tras dos meses viviendo en el limbo, Gustavo se topó de bruces con el nuevo curso y descubrió que no quería volver a clase. Natural. Se estrenaba en el instituto y estaba muerto de miedo. Quizás fuera el niño más raro del mundo, pero no le apetecía sustituir la escuela, pequeña y conocida, por el instituto, inmenso y desconocido, y convertirse en un estudiante de la ESO. Todo el mundo le decía: «Anda, Gustavo, ¡qué ilusión! ¡Instituto nuevo!». Pero él, a pesar de que se esforzaba por hallar la ilusión, no la encontraba por ninguna parte. Probablemente se debía a un error genético, a algún gen defectuoso que le impedía saltar de alegría por el hecho de estrenar diez profesores,
8 treinta compañeros, diez libros y un edificio con setecientas caras nuevas. «¡Ya eres mayor, Gustavo! ¡Qué bien!», comentaban los adultos dándole golpecitos en la espalda. ¿Mayor? ¿Mayor? Sonaba fatal. Él no se sentía mayor y no quería hacerse mayor. Le deprimía pensar que si se hacía mayor le dolerían las rodillas cuando chutara la pelota, le temblaría la mano jugando a la Play y no podría leer libros con la letra pequeña. No tenía claro cuándo empezaban a pasar este tipo de cosas, lo que sí tenía claro es que les pasaban a los MAYORES. Además, a las personas mayores les cambiaba el carácter y el humor —puede que fuera porque se levantaban demasiado pronto—, y odiaban a los niños, a los perros, los videojuegos y a las palomas. De momento, no notaba ningún síntoma, aunque a veces sentía deseos de estrangular a su hermana pequeña, Alicia. Gustavo prefería la rutina a los cambios, por eso aquel año le resultaba especialmente angustioso. No sabía cómo sobreviviría a la asquerosa aventura de hacerse mayor en un instituto de color gris cemento, rodeado de salvajes de ochenta kilos y chicas de dos metros.
9 Un horror. El último año, en la escuela, ya había sudado por friki y canijo. Había entendido que a los compañeros no les gustaban los niños como él que se pasan la vida detrás de las pantallas y los libros. Sufrió complejo de pringado, aunque el complejo era lo de menos, lo que le jorobaba eran los tortazos, los pisotones y las collejas. Según sus cálculos, si en el instituto había seiscientas cincuenta manos más grandes que la suya, la probabilidad de recibir sopapos sería proporcional. Algo así como seiscientas cincuenta guantadas por semana..., o por día..., o... Necesitaba que alguien le tranquilizara, que le dijera que se estaba obsesionando por una estupidez, pero se equivocó de puerta. Su hermana Cándida, un espécimen de chica de instituto de catorce años bien alimentada, déspota y agresiva, lo echó lanzándole un zapato a la cabeza. Solo uno. La otra mano la tenía ocupada enviándose mensajes con las amigas. —¡Fuera de aquí, nerd! Gustavo dio media vuelta y cerró la puerta. Tenía miedo y no sabía a quién explicárselo. Le daba vergüenza decirlo en voz alta y ser el hazmerreír
10 de la familia, del barrio y del mundo entero. ¿Cómo confesar que prefería repetir sexto de Primaria a empezar primero de la ESO? En casa reinaba una alegría histérica. Todos parecían excitadísimos con los preparativos del día siguiente. Todos excepto él, Gustavo, el único a quien no se le había contagiado la fiebre del regreso a las aulas. Resultaba difícil no compartir el nerviosismo colectivo. Su madre, con poca maña, cosía batas y emparejaba calcetines. Su padre, con menos convicción si cabe, limpiaba bambas y forraba libros. Cándida enviaba selfis a las amigas para que opinaran sobre su vestuario y gritaba histriónica cada vez que no le abrochaban unos pantalones. Alicia, con ocho años y mucha energía, embutía recuerdos en su mochila: piedras, latas, mariquitas en formol, conchas con colillas, chapas de tónica y todos los objetos del verano que había coleccionado. Miguelín, el pequeño, se manifestaba desde el parque lanzando los elefantitos de goma al suelo del comedor y babeando la pared como un caracol. Gustavo estaba agobiado.
11 Todos tenían algo que hacer excepto él. No tardó ni diez minutos en prepararse la mochila. Luego se la probó, la sopesó e hizo recuento de bolis. Era muy triste. En aquellos momentos habría dado una mano entera por ser tan simpático como Cándida, tan plomo como Alicia o tan estúpido como el pequeño Miguelín. Pero él era simplemente Gustavo. Tenía casi doce años, tres dioptrías de astigmatismo, una litera heredada por parte de primos, de donde se caía a menudo, veintisiete juegos de la Play y montañas de libros sin tapa, arrugados y manchados de aceite. Y era el único niño del mundo que no quería crecer ni ir a un instituto nuevo. —Pobre. ¿Has visto qué ojitos pone? —No quiere empezar el curso. —Se tendrá que acostumbrar. —Sí, claro, pero al principio es muy duro. Gustavo se enjugó una lagrimilla. Había escuchado a sus padres sin querer y se había emocionado. Sus padres tenían sensibilidad, se habían dado cuenta de su sufrimiento y mostraban empatía por él. Incluso entendían que estuviera muerto de miedo.
12 —Gustavo, ven un momento. Se presentó cabizbajo y con cara de circunstancias. Les diría la verdad y admitiría que no se sentía preparado, ni física ni mentalmente, para incorporarse a una fábrica de adolescentes llenos de granos. Les pediría un año, un año de gracia, un año más para madurar. En un año podría crecer veinte centímetros y engordar diez kilos. Les prometería comer pescado y garbanzos, y aprender a jugar al baloncesto los sábados. Con un año confinado en casa leyendo, jugando a la Play, a Dark Souls y viendo series de adolescentes (para poder entenderlos mejor) sería suficiente. —Gustavo, tu padre y yo estamos preocupados. —Está muy alterado. —Mañana empieza la guardería y no le gusta nada. —Se huele que lo abandonaremos. —Solamente tiene siete meses. —¿Lo puedes consolar un poco? —Ya sabes que te quiere mucho. —Y que te hace mucho caso. —Eres su hermano mayor.
13 Gustavo asimiló la información lentamente y tardó unos instantes en reaccionar. Sus padres hablaban de Miguelín. No se habían fijado en él, ni en su desazón, ni en su cara de miedo. Probablemente no le habían mirado desde el día en que nació. Le ignoraban. Si Gustavo hubiera sido Cándida, habría odiado a Miguelín por haberle robado la atención de sus padres y la condición de ser EL NIÑO. Al nacer Miguelín, Gustavo perdió esta categoría. Ya no era nada, ni el pequeño, ni el mayor, ni el niño. Aun así, Gustavo no era rencoroso y el pequeño Miguelín y su situación injusta le despertaron una brizna de ternura. Miguelín era una víctima, como él. Miguelín sufría la incomprensión de los adultos, como él. Miguelín no quería crecer, como él. Lo entendía. ¡¡Entendía a Miguelín!! De un salto se coló dentro del parque y abrazó a su hermanito baboso. Lo estrechó entre sus brazos y sintió el latido de su pequeño corazón, tictac, tictac, como un reloj acelerado. Miguelín, emocionado por la proximidad de su hermano, calló y se quedó inmóvil. Y Gustavo, ahora sí, vació sus penas y se confesó sin tapujos.
14 —Miguelín, somos unos pringados y le importamos un pimiento a todo el mundo, pero nos tenemos el uno al otro. El niño le respondió mordiéndole la camiseta y metiéndosela en la boca. —Recuerda esto, Miguelín: no estás solo y te entiendo. Miguelín le ofreció un osito de goma y, como muestra de solidaridad, Gustavo se lo metió en la boca. Los dos rieron y se lo fueron pasando de boca en boca. Estaban firmando un pacto de saliva de brothers. Y, entre babas y risas, Gustavo entendió el significado de la palabra hermandad. Era lo que los guerreros intercambiaban antes de las batallas. Respiró agradecido. Ya se sentía preparado para enfrentarse a su futuro inmediato.
15 Un minuto de gloria «Mañana empezamos el insti. He tenido unas vacaciones muy chulas. ¿Y tú?», le había escrito Jorge Molina por la noche. Gustavo se había quedado con el dedo paralizado sin saber qué responder. Finalmente, después de una noche de insomnio, con los ojos como platos, lo había entendido todo de buena mañana: era un niño sin vacaciones. O, mejor dicho, no tenía nada que contar de sus vacaciones. ¡HE AQUÍ EL PROBLEMA! ¿Qué demonios podía explicar él sobre las malditas vacaciones? Seguro que a ningún otro niño en el mundo le sucedía algo tan idiota…, no saber qué contar de un montón de días que sirven, sobre todo, para poder explicar cosas a todo el mundo. Hizo memoria. Sí, había ido a la playa quince días. El mar estaba lleno de turistas y la arena que-
16 maba, su madre le embadurnó con toneladas de crema asquerosa y su padre acarreaba unas raquetas de bádminton para jugar. El primer día, Miguelín tiró la pelota al váter y no hubo juego; el segundo, su padre se cayó encima de un alemán y le rompió el dedo pequeño del pie; el tercero, Cándida le quitó la raqueta y le dijo que era un patata; el cuarto, le dolió la barriga; el quinto, se comió un helado; el sexto, fueron al minigolf y acertó un agujero; el séptimo, cenaron una paella en un restaurante, pero tuvieron que ir de urgencias al hospital porque Alicia se atragantó con una gamba; el octavo y el noveno, llovió y jugaron una partida de brisca, una de dominó y una de la oca, y él siempre quedó el último; el décimo, se equivocó de toalla y un inglés le pegó un puntapié; el undécimo, se compró una gorra de béisbol roja y se la dejó en la carnicería; el decimosegundo, alquilaron un patín acuático y le dio un calambre en la pierna izquierda; el decimotercero, le obligaron a ir a un festival de payasos con Alicia y pasó mucha vergüenza; el decimocuarto, hicieron las mochilas y no podía cerrar la suya; y el decimoquinto, de regreso, se quedaron cuatro horas atascados en la autopista, sin agua, y se deshidrató.
17 Su padre le avisó por tercera vez de que le esperaban para desayunar. Sus hermanas no le habían dejado cereales y Cándida no callaba. —Le he contado a Natalia Según la aventura de la ola y ha flipado. Mañana le contaré la del cine, la del sueco con insolación y la del bocata de salchichas. Gustavo se atragantó con la leche. —¿Qué aventura de la ola? —Burro, aquella tan buena, ¿no te acuerdas? Una ola gigante que me arrastró centenares de metros y perdí el biquini y no podía salir del agua, y mamá me vino a buscar con la toalla, y estaba lleno de alemanes que me miraban, y había uno con el bañador de Spiderman y una peca en la oreja que nadó kilómetros hasta que rescató el biquini y me lo trajo, y me preguntó cómo me llamaba, y me... —¡Y yo estuve a punto de morirme por culpa de aquella gamba! Fue muy emocionante, me puse lila, y papá me tenía boca abajo y sacaba el pañuelo por la ventanilla del coche, y mamá conducía a toda pastilla, y Miguelín lloraba. Alicia parecía eufórica, Cándida estaba radiante y el pobre Gustavo se sentía muy desgraciado.
18 «¡He suspendido las vacaciones!», concluyó, muerto de vergüenza y con los libros a la espalda, camino del instituto. Había llegado el día fatídico y la calle estaba repleta de niños y niñas, chicos y chicas, encantados de crecer y de ir a un instituto nuevo cargando una mochila llena de vacaciones para contar. —¡Ey, Carmela! —gritó Cándida saludando a una amiga. Cándida tenía miles de amigas, era una de las chicas más populares del insti y conocía a casi todo el mundo. Carmela Fergusson era una amiga más, pero lo más curioso era que Carmela Fergusson arrastraba de la mano a una niña desconocida que, a primera vista, le cayó bien. Era bajita y delgaducha, como él, y tenía algo especial, como si fuera indiferente a las miradas ajenas. Pasaba de peinarse, de la ropa de marca y de las convenciones de las mochilas de moda. Daba la impresión de que era del tipo de chica que podía ir a comprar el pan en pijama o pasear un gato con sombrero. Incluso, si cerraba los ojos, Gustavo la podía imaginar perfectamente en su habitación. Estaba seguro de que hablaba sola, cantaba sola,
19 leía libros, jugaba a juegos de rol y miraba las estrellas por la noche. —Esta, que no quiere empezar el instituto —se quejó la hermana mayor mientras señalaba con desprecio a su hermana pequeña. Gustavo se preguntó cómo se llamaría «esta». —Gustavo también se estrena. Dejémoslos juntos a ver si se entienden, mi hermano es un friki. Y las hermanas los abandonaron, al uno junto al otro, sin ni siquiera presentarlos. Gustavo, rojo como un tomate, continuó andando y fingiendo que no había oído los comentarios de Cándida. Estaba seguro de que las gafas le resbalaban nariz abajo, que tenía los cordones de los zapatos desabrochados y que estaba a punto de tropezar y darse de narices contra el suelo. —Me llamo Berta. Gustavo no supo si aquello significaba que se tenía que presentar formalmente; al fin y al cabo, Cándida ya había dicho su nombre. —Hola, Berta. —No hace falta que me digas que ya soy mayor —masculló ella. Gustavo calló y tragó saliva.
20 —Ni que tengo mucha suerte de ir al instituto. Gustavo dejó de sudar y se limpió las gafas para verla mejor. —Ni que has pasado unas vacaciones muy guais. Gustavo se puso una mano en el corazón. No se lo podía creer. —Yo también he tenido un verano de pena —confesó. Berta levantó una ceja y lo miró. —Yo también soy una friki. Gustavo, con las gafas limpias y el corazón a punto de salírsele por la boca, la contempló como si fuera una aparición. El instituto empezaba a parecerle un poco interesante. —¿Dark Souls? —osó preguntarle con un hilillo de voz y con mucho miedo de meter la pata. A Berta le estallaron los ojos. —Piromántica nivel 70. —Clérigo nivel 80 —respondió Gustavo, casi ahogándose de la emoción. —Destreza 30 —añadió Berta. —Fe 50 —replicó Gustavo, con los pelillos de la nuca erizados.
21 Y quizás habrían continuado comunicándose en su argot si no hubiera sido por Jorge Molina, que venía resoplando desde la otra acera para atraparlo. —¡¡¡Ey, Gus, tío!!! ¡Mira lo que traigo! —los interrumpió. Gustavo, buen amigo de sus amigos, lo saludó como es debido. Chocaron los puños con la complicidad de quienes han intercambiado bocatas, broncas y collejas a lo largo de toda la Primaria. Jorge, más regordete, pero tan enano como Gustavo, le guiñó el ojo y entreabrió su mochila. Se veía a la legua que se trataba de un secreto muy particular. Era un secreto de vacaciones. Gustavo atisbó una bolita blanca y peluda que se movía inquieta entre los bolígrafos, los dónuts y las carpetas. Berta también metió la nariz y sonrió. Lucía una sonrisa mágica. —¿Qué es? —¡Es un hámster! ¡Es mi mascota! Ha sido mi animal de vacaciones y hemos pasado un montón de aventuras juntos —se jactó Jorge. —¿Cómo se llama? —preguntó Gustavo para quedar bien y para que Jorge estuviera contento.
22 —Algodón. —¿Me dejas tocarlo? —pidió Berta, emocionada. Jorge se hinchó como un pavo y se presentó con desparpajo a Berta. Sin vacilaciones, sin vergüenza y con la seguridad de los chicos que son mayores, que quieren ir al instituto y que han pasado unas vacaciones guais. Gustavo los miró sin creérselo. De repente, Jorge y Berta parecían más que amigos. Gustavo se alejó discretamente de la pareja y sintió un catacrac en el pecho, como si el corazón se le agrietara. Exactamente el mismo ruido que hacían los lápices mordisqueados al romperse por la mitad. Jorge estaba exultante y charlaba por los codos con su nueva amiga. Sabía que su hámster causaría admiración y por eso lo traía con él y lo enseñaba. Y Berta, con el pequeño Algodón en las manos, miraba embelesada a Jorge y sonreía. Ya no estaba enfadada ni odiaba a la humanidad. Quizás incluso le hacía ilusión empezar el nuevo curso en el nuevo instituto. Gustavo suspiró. Por un instante había sido él quien había caminado junto a Berta. Juraría que
23 habían compartido por un segundo la felicidad de los incomprendidos, esa extraña sensación de saberse miembro del mismo equipo de perdedores. Solo había durado un minuto, como todos los espejismos. Su minuto de gloria. Aun así, lo había saboreado concienzudamente.
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