18 «¡He suspendido las vacaciones!», concluyó, muerto de vergüenza y con los libros a la espalda, camino del instituto. Había llegado el día fatídico y la calle estaba repleta de niños y niñas, chicos y chicas, encantados de crecer y de ir a un instituto nuevo cargando una mochila llena de vacaciones para contar. —¡Ey, Carmela! —gritó Cándida saludando a una amiga. Cándida tenía miles de amigas, era una de las chicas más populares del insti y conocía a casi todo el mundo. Carmela Fergusson era una amiga más, pero lo más curioso era que Carmela Fergusson arrastraba de la mano a una niña desconocida que, a primera vista, le cayó bien. Era bajita y delgaducha, como él, y tenía algo especial, como si fuera indiferente a las miradas ajenas. Pasaba de peinarse, de la ropa de marca y de las convenciones de las mochilas de moda. Daba la impresión de que era del tipo de chica que podía ir a comprar el pan en pijama o pasear un gato con sombrero. Incluso, si cerraba los ojos, Gustavo la podía imaginar perfectamente en su habitación. Estaba seguro de que hablaba sola, cantaba sola,
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