8 treinta compañeros, diez libros y un edificio con setecientas caras nuevas. «¡Ya eres mayor, Gustavo! ¡Qué bien!», comentaban los adultos dándole golpecitos en la espalda. ¿Mayor? ¿Mayor? Sonaba fatal. Él no se sentía mayor y no quería hacerse mayor. Le deprimía pensar que si se hacía mayor le dolerían las rodillas cuando chutara la pelota, le temblaría la mano jugando a la Play y no podría leer libros con la letra pequeña. No tenía claro cuándo empezaban a pasar este tipo de cosas, lo que sí tenía claro es que les pasaban a los MAYORES. Además, a las personas mayores les cambiaba el carácter y el humor —puede que fuera porque se levantaban demasiado pronto—, y odiaban a los niños, a los perros, los videojuegos y a las palomas. De momento, no notaba ningún síntoma, aunque a veces sentía deseos de estrangular a su hermana pequeña, Alicia. Gustavo prefería la rutina a los cambios, por eso aquel año le resultaba especialmente angustioso. No sabía cómo sobreviviría a la asquerosa aventura de hacerse mayor en un instituto de color gris cemento, rodeado de salvajes de ochenta kilos y chicas de dos metros.
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