11 Todos tenían algo que hacer excepto él. No tardó ni diez minutos en prepararse la mochila. Luego se la probó, la sopesó e hizo recuento de bolis. Era muy triste. En aquellos momentos habría dado una mano entera por ser tan simpático como Cándida, tan plomo como Alicia o tan estúpido como el pequeño Miguelín. Pero él era simplemente Gustavo. Tenía casi doce años, tres dioptrías de astigmatismo, una litera heredada por parte de primos, de donde se caía a menudo, veintisiete juegos de la Play y montañas de libros sin tapa, arrugados y manchados de aceite. Y era el único niño del mundo que no quería crecer ni ir a un instituto nuevo. —Pobre. ¿Has visto qué ojitos pone? —No quiere empezar el curso. —Se tendrá que acostumbrar. —Sí, claro, pero al principio es muy duro. Gustavo se enjugó una lagrimilla. Había escuchado a sus padres sin querer y se había emocionado. Sus padres tenían sensibilidad, se habían dado cuenta de su sufrimiento y mostraban empatía por él. Incluso entendían que estuviera muerto de miedo.
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