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1 UN TEXTO ARGUMENTATIVO «¡Aparta, que me haces sombra!» Los filósofos no suelen vivir en tinajas, pero Diógenes de Sinope, uno de los filósofos más célebres de la Hélade, no era un filósofo al uso ni tenía intención de serlo. Había sido desterrado de su ciudad natal por acuñar moneda falsa, y no tenía familia. Había hecho voto de pobreza (de ahí que residiera en una tinaja) y pasaba buena parte de su tiempo libre (que, en su caso, era «todo» el tiempo) importunando y escupiendo a los transeúntes e impartiendo clase a sus perros. A menudo se paseaba de día con un farol encendido y, cuando le preguntaban qué hacía, gruñía: «Ando buscando un hombre honesto». También asistía a las disertaciones de otros sabios de su época, Platón incluido, con el único objetivo de interrumpir a los oradores comiendo ruidosamente. Tenía fama de ser un tipo insolente, impulsivo y de lo más grosero. Hoy no habríamos dudado en tacharlo de «trol». Pero a pesar de su mala fama, o gracias a ella, acabó por llamar la atención del hombre más poderoso del mundo en aquel tiempo, Alejandro Magno, que en cierta ocasión llegó a afirmar, según se dice, que «de no ser Alejandro, habría querido ser Diógenes». Un día, Alejandro se decidió por fin a visitarlo. Lo encontró tomando el sol. Se acercó al filósofo y, sin escatimar elogios, expresó su admiración por aquel vagabundo de aspecto lamentable. A continuación, le hizo a Diógenes una oferta excepcional: concederle cualquier cosa que deseara. La expectación era absoluta. ¿Qué respondería Diógenes? ¿Se quitaría por fin la máscara de trol ante aquella oferta que podía cambiarle la vida? ¿Se plantearía siquiera la oferta? ¿Se tomaría la molestia de responder? Diógenes alzó la vista, le hizo un gesto a Alejandro y le espetó: «¡Aparta, que me haces sombra!». A principios del siglo xxi, unas fuerzas maravillosas de nuestra invención –las tecnologías de la información y la comunicación– han revolucionado la vida del ser humano. Sus engranajes internos son para muchos de nosotros lo bastante oscuros como para resultar indiscernibles de la magia; no dejamos de maravillarnos de su potencia y originalidad. Y esta admiración trae aparejada una convicción: que estos inventos fueron diseñados, como aseguran sus creadores, para ayudarnos a dirigir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos hemos trazado. En la propuesta de Alejandro se percibe cierto optimismo imperial que nos recuerda el modo en que estos flamantes poderes de nuestro tiempo, nuestros Alejandros digitales, han irrumpido en nuestras vidas para satisfacer toda clase de deseos y necesidades. Es cierto que, en muchos aspectos, los han satisfecho. Entre otras cosas, han potenciado extraordinariamente nuestra capacidad de informarnos, comunicarnos y entender el mundo. Pero a medida que estos nuevos poderes se convertían en parte esencial de nuestros pensamientos y acciones, hemos empezado a percatarnos de que, como le sucedió a Diógenes con Alejandro, nos hacen sombra: nos tapan una luz muy particular, una luz tan preciosa y fundamental para nuestro desarrollo que, sin ella, de poco nos servirá cualquier beneficio que nos reporten. Me refiero a la luz de nuestra atención. La atención humana parece haber sufrido un cambio profundo y potencialmente irreversible en la era de la información. Reaccionar a este cambio como es debido podría ser el mayor desafío moral y político de nuestro tiempo. James Williams, Clics contra la humanidad (adaptación) 70

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