1 Ser famoso Aquella mañana tendría que haberme quedado en la cama . De acuerdo, tal vez estaba siendo demasiado catastrofista. Si todo salía bien, en unas horas regresaría a casa con un f lamante carnet de conducir. E l c o ch e d e l a auto e s cu e l a m e e sp e rab a ab aj o . E l portero me escoltó, a través de la l luvia de f lashes y preguntas de los periodistas, hasta el vehículo. –¿Qué tal has dormido? –preguntó Mari , la profesora–. Te va a salir estupendamente, ya lo verás. Si pued e s d a r c on c i e r t o s d e l ant e d e mi l e s d e p e r s ona s , esto para ti es pan comido. Sonreí con ironí a . O jal á conducir me resultara tan natural como hacer música . Aproveché el si lencio que reinaba en el coche para sacar el móvi l y entrar en internet. Mi hermano me había obligado a crearme una cuenta de Twitter pública y otra en Facebook, que ya contaban con casi cu a t ro mi l l on e s y m e di o d e s egu i do re s , p e ro qu e apenas vi sitaba . Me pasaba las horas muertas en el perfil con nombre falso donde solo tenía a una decena de contactos. Por muy patético que resultase, mi auténtica lista de amistades se reducía solo a diez. Y, como si empre, habí a un simbolito parpadeando en la parte superior de la pantalla . Cientos de mensajes que me pedían que los siguiera , que los retuit ease, que escuchara sus canciones, que asi stiera a sus fiestas… Intentaba no dedicarles mucho tiempo, pero para distraerme un poco hasta llegar a las oficin a s d e l a D i re c c i ó n Ge n e ra l d e Trá f i c o , o p t é p o r echarles un vi stazo. No fue buena idea : todos estaban relacionados con el maldito examen. Y todo porqu e a L eo se l e habí a o curr i do mandarme ánimos desde su cuenta personal . No podía ser un hermano normal y enviarme un mensaje privado, llamarme o, yo qué sé, dejarme un pósit con una carita sonriente, no. Tenía que proclamarlo en el ciberespacio. –Ya estamos llegando –me avisó Mari . Me quedé helado. Al menos una decena de periodistas, armados con cámaras de fotos y vídeo, custodiaban la entrada de la DGT. –Tú agáchate y cierra el pico –me ordenó Mari , y en el estado de shock que me encontraba obedecí sin rechistar. Una vez fuera de peligro, Mari salió para avisar al examinador de que habíamos llegado. «Esto es una pesadilla», me dije. Palabras que se confirmaron cuando vi a mi profesora regresar con un hombre que enseguida reconocí a pesar de no haberlo visto nunca. S u mo t e e ra e l Ac e l ga y, en p a l abra s d e l a prop i a Mari , se trataba del examinador más duro de todos. Las posibilidades de que me tocara con él eran muy muy reducidas, había añadido la buena mujer, que desconocía lo sencillo que era para mí atraer las desgracias de ese tipo. Tras darme las indicaciones pertinentes, arranqué… y e l c o ch e s e m e ca l ó . D e nu e v o l o i nt ent é… y d e nuevo se caló. Tras casi veinte minutos de examen , el hombre me pidió que aparcara . –Me temo que está suspendido –concluyó. Me daba igual lo famoso que fuera o los seguidores que tuviera en internet, los miles de discos vendidos o las portadas de revista que hubiera en la calle con mi cara . Había suspendido el examen de conducir. Lo más patético de todo era que no me preocupaba l o qu e di j e ran mi s p a d re s , n i mi h e rman o , n i mi s amigos… No, lo único que t ení a en ment e eran los periodi stas que pronto averiguarían el resultado de mi examen y los miles de desconocidos que se bur - larían de mí bajo cientos de mensajes. Como había intuido por la mañana , aquel día no tendría que haberme despertado. ¿Y todavía había gente que quería ser famosa? Javier Ruescas, Live (adaptación) U N T E X T O N A R R AT I V O 70
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