1 Madre se dice «na» Este libro lo ha escrito Ibrahima Balde con la voz y Amets Arzallus Antia con la mano. No tuve tiempo de aprender a escribir. Si me dices Aminata, yo sé que empieza con la A, y si me dices Mamadou, con la M. Pero no me pidas que monte una frase completa, porque me atascaré. Eso sí: tráeme una herramienta, por ejemplo, una llave para arreglar camiones, y déjala sobre la mesa. Enseguida te diré: «Esta es una trece, esa es una catorce». Yo nací en Guinea, pero no en Guinea Bissau, ni en Guinea Ecuatorial. Hay otra Guinea; capital: Conakri. Tiene fronteras con seis países. Te diré tres: Senegal, Sierra Leona y Mali. Allí me tocó nacer. Soy de la etnia fula, nuestra lengua es el pular, pero también puedo hablar en malinké. Y me arreglo con el susu. En Guinea se hablan veinticinco idiomas. Y el francés: veintiséis. El francés sí, el francés lo aprendí en la escuela. Pero yo soy fula, me sé todas las palabras en pular. En susu, más de mil. Y en malinké, un poco menos que en susu. En susu, pan se dice tami; y padre, baba. En malinké, madre se dice na; y dolor, dimin. Mi madre estuvo a punto de morir cuando me trajo al mundo, porque perdió mucha sangre. En pular, sangre se dice yiyan; y mundo, aduna. Nací en Conakri porque mi padre vivía allí, pero enseguida volvimos a la aldea, a Thiankoi. Viví allí hasta los cinco años con mi madre. Mi padre venía en la temporada de lluvias, en marzo, para ayudar a mi madre a labrar la tierra. En casa teníamos doce o trece vacas, yo ayudaba a mi madre a cuidarlas. Otras veces ella me mandaba a por agua y yo iba al pozo, puiser de l’eau. También hacía otros trabajos, lavaba la ropa y estaba a su lado para lo que hiciera falta. Esos son, más o menos, los recuerdos que tengo de mi madre. Cuando tenía cinco años, mi padre vino a buscarme. Mi padre vendía zapatillas. Tenía un puesto de venta a quinientos metros de nuestra casa, una mesa pequeña junto a la carretera. A veces venía alguien y se ponían a hablar, primero sobre las zapatillas y luego sobre el dinero. Mi padre se ponía muy contento. Pero la alegría no es algo que dure mucho. Sacaba de debajo de la mesa dos pedazos de bambú y les hacía un agujerito a cada uno. Un pedazo se lo quedaba él y el otro se lo daba al comprador. El tamaño del agujero indicaba el tamaño de la deuda. A veces yo me quedaba solo. La gente se acercaba y miraba las zapatillas. Pero yo les decía: «No te las puedo vender, mi viejo no está, tengo que esperarle aquí». Yo no conocía bien los colores del dinero y no sabía cuánto valía cada billete. Era muy pequeño. Entre los cinco y los trece años viví con mi padre en Conakri. De cinco a trece hay ocho números, pero de Conakri hasta nuestro pueblo hay algunos más, cuatrocientos treinta, aproximadamente. Demasiados para ir solo. Eso decía mi padre, que no llegaría. Así que seguía a su lado, sin ver a mi madre. Tenía un amigo, mayor que yo, que me quería mucho. A veces le pedía zapatos y me los daba. Otras veces le pedía algo de comer y me lo traía. Me cuidaba como a un hermano pequeño. Se llamaba Muhtar. Un día le pedí que escribiera una carta a mi madre, y lo hizo. Fuimos a la estación de Conakri y se la dimos a alguien para que la llevara a Thiankoi. No sé si fue en bicicleta o en autobús, pero sé que llegó. La distancia no es un problema para una carta. Me acuerdo mucho de mi madre. Se llama Fatimatu Diallo, y hace meses que no he hablado con ella. Ni siquiera sabe que, por fin, he llegado a Europa. Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia Hermanito (adaptación) UN TEXTO NARRATIVO 70
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