Al pasar junto a la puer ta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural , miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel re c i n t o d e sp e r t a b a n e n sumo g ra d o su c u r i o s i d a d . Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó , una muj e r b oni t a , j o v en , a l t a … Pa re c í a e st a r en acecho, mov i da de una curiosi dad seme jant e a l a de Santa Cr uz, deseando saber qui én demonios subí a a tales horas por aquel la endiablada escalera . La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín1, se inf ló con él , qui ero decir, qu e hi zo ese caract erí stico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón , movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural . Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba , diéronle ganas de tomarse confianzas con ella . –¿Vive aquí –le preguntó– el señor de Estupiñá? –¿Don Plácido?… en lo más último de arriba –contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera . Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»… Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca . La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir : –¿Qué come usted , criatura? –¿No lo ve usted? –replicó mostrándoselo–. Un huevo. –¡Un huevo crudo! Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo. –No sé cómo puede usted comer esas babas crudas – dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación. –Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? –replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba . Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de acept ar l a ofer t a ; pero no: l e repugnaban los huevos crudos. –No, gracias. Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón , que fue a estrel l arse contra l a pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito di scurri endo por dónde pegarí a l a hebra , cuando sonó abajo una voz terrible que dijo: –¡Fortunááá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de acero al desli zarse sobre otra . Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, l a moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por el l as . Juanito l a v io d e sapare c er, o í a el r ui do de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se mataba . Todo quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión penosa . En la escalera no volvió a encontrar a nadie, ni una mosca siquiera , ni oyó más ruido que el de sus propios pasos. Benito Pérez Galdós Fortunata y Jacinta 1 Delfín : apodo dado a Juanito Santa Cruz por ser el heredero de una familia con una buena posición económica . J u a n i t o S a n t a C r u z c o n o c e a Fo r t u n a t a L a l i t e r a t u r a d e l s i g l o x i x C O M E N TA R I O D E T E X T O 2 Itinerario 176
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