154 Guille se aburría. Muchísimo. Más que en el cumpleaños de la tía abuela Sara, donde tuvo que aguantar pellizcos en los mofletes y revoltijos de pelo toda una tarde. Allí, al menos, había pasteles, pero aquí, en el río, solo veía mosquitos y no quedaba ni un solo sándwich. El abuelo le había hecho un catalejo con un pedazo de caña seco y llevaba un buen rato mirando a través de él. Pescar no era divertido. No podía meterse en el río, ni entre los cañaverales, ni tirar piedras o levantar rocas. Todo eso y cualquier otra cosa que se le ocurriera asustaba a los peces. –Pues yo no veo peces. –Se esconden. Si estamos quietos, vendrán. Guille miró el reloj de bolsillo que le había prestado el abuelo. –Llevamos siete minutos como estatuas y aquí no viene ni un boquerón. –Paciencia… Pero Guille no quería ser un árbol. «Si lo sé, me voy a la playa con mamá y la abuela», pensó. Se agachó, cogió una pequeña semilla del suelo y la metió en la caña, que pasó de catalejo a cerbatana. Sopló y la semilla dio al abuelo en el cuello. Su eños al ag uaY
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