155 –Guille… –protestó el abuelo. –¿Tú serías capaz de estar todo el verano así? –¿Así cómo? –Pescando, quieto y en silencio como un eucalipto. El abuelo sonrió. En el río, la mosca de plástico brillaba como una pepita de oro. –¿Tú qué querrías hacer? –Jugar al fútbol playa, viajar a Tokio, comer helados todos los días… –Te propongo algo –dijo el abuelo–. Coge un cuaderno y escribe… –Estoy de vacaciones. –… una lista de todo lo que te gustaría hacer este verano. –¿Todo? –Sí. –¿Incluso viajar a Tokio? –¿Por qué no? –Porque eso es imposible. –Eso ya lo veremos. Hay muchas maneras de viajar. Tú haz la lista. Se puso la caña en el cinturón, se sentó en una roca y empezó con su lista de sueños de verano hasta que oyó un grito. –¡Ha picado! En el río, el sedal estaba tenso y se perdía entre unas rocas. Se acercó al abuelo, que recogía carrete. –¡Es grande, abuelo! ¡Hoy cenamos trucha! –Ayúdame a tirar de la caña, que se ha atascado. El abuelo entró en el río y se acercó a las rocas, metió las manos y, con cuidado, deshizo el lío del sedal. Guille recogía carrete mientras el abuelo tiraba del sedal con suavidad hasta que, sujeto al anzuelo, salió algo alargado y transparente que incluso alguien que nunca hubiera visto un pez sabría que no era una trucha. El abuelo lo desenganchó del anzuelo, lo dejó en la orilla y, durante unos segundos, lo miraron en silencio.
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