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158 A Davella le encantaba la vida en el río. Sobre todo cuando llegaba el buen tiempo. El sol de verano hacía de cada día una nueva aventura para la joven e inquieta trucha arco iris: hacer cosquillas a los bañistas veraniegos deslizándose entre sus piernas; cazar mosquitos y competir con sus amigas para ver quién daba el mayor salto; engañar a los pescadores enganchando en sus anzuelos ramas, hierbas u objetos que encontraba entre las rocas. Estaba pensando en su buena suerte cuando tropezó con un pedazo de caña que flotaba a la deriva. No era raro que cayeran al río ramas o cañas de la orilla, pero aquella era diferente. Por su tamaño, algo más grande que la trucha, no parecía arrancada por la lluvia o el viento. Tampoco tenía marcas de zarpas o dientes de animal. Después de seguirla en su deriva, llegaron a un pequeño remanso donde la caña se quedó atascada entre unas piedras. Davella pudo observarla con detalle: aún estaba verde, sus extremos eran lisos y habían sido taponados con piedras, hojas y una resina pegajosa. Esto último no lo supo hasta que, cuando empujaba uno de los extremos de la caña con la cola, esta se le quedó pegada. La joven trucha comenzó a dar sacudidas, cada vez más fuertes, pero la resina la sujetaba como si fuera la pinza de un cangrejo. Agotada por el esfuerzo, paró a pensar otra manera de librarse de su prisión hasta que un chillido agudo la sacó de sus cavilaciones. Alzó la vista. Un águila pescadora se preparaba para caer en picado sobre ella. Por las escamas

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