14 Ficha 3 Comepapel Comepapel es blanco, pequeño y delgado como una cuartilla. A contraluz es casi transparente. No tiene casa fija; donde quiera que haya papeles se encuentra a gusto. Comepapel no tiene siempre el mismo aspecto, su fisonomía cambia según lo último que haya comido. Hay quien lo ha visto con una larga barba y arrugadito como una pasa: seguro que acababa de zamparse un rancio pergamino. Si come facturas, se le pone cara de contable; y los cuentos, en cambio, le sientan de maravilla, lo rejuvenecen. Cuando ha comido demasiado, se enrolla como un canutillo y así pasa horas, o incluso días, hasta que termina de hacer la digestión. Cuando quiere ir de un sitio a otro, Comepapel solo tiene que estirar los brazos, dar un saltito y dejar que el viento se lo lleve planeando. Con su fino olfato huele el papel desde muy lejos y, como es tan delgado, le resulta muy fácil colarse por cualquier rendija, en los buzones, por debajo de las puertas… Es un ser esquivo y tímido, que pasa totalmente desapercibido, como si fuera invisible. Si yo sé tantas cosas sobre él, es porque lo cacé sin querer y ahora somos casi amigos. Comepapel se había colado en mi casa y andaba probando los libros de las estanterías, los periódicos, las revistas y hasta la guía de teléfonos. Yo estaba preocupada, porque creía que en mi casa había ratones. Y es que, como todo el mundo sabe, los ratones roen el papel. Una tarde que Comepapel dormía la siesta entre un montón de folios que había en mi mesa, sin darme cuenta lo grapé a una redacción que acababa de hacer. Chilló de dolor con una vocecilla aguda como un alfiler. Así fue como lo conocí. Enseguida lo libré de la grapa y le vendé la herida con cinta adhesiva. Cuando supe que era él quien se comía mis libros, me puse furiosa. Lo llamé a gritos «devoralibros», «zampaletras», «traganúmeros»… Comepapel me escuchaba con la cabeza baja y murmuraba: «Tenía hambre, mucha hambre». Finalmente llegamos al acuerdo de que, mientras estuviese en mi casa, no comería más que aquello que yo le autorizara; a cambio, le prometí que nunca pasaría hambre. Durante largas temporadas, Comepapel se esfumaba. A veces volvía con ganas de hablar y me contaba dónde había estado. En una ocasión, después de una larga escapada, me explicó que en una oficina de correos lo habían enviado muy lejos, entre un montón de cartas. Tardó mucho en conseguir escapar, pero, al menos, no le faltó comida durante el viaje. Aquella historia debía de ser verdad porque todavía tenía un matasellos borroso en la espalda. Aún continúa en mi casa y, a veces, se sienta encima de un grueso diccionario, balancea sus delgadas piernas y me mira, sin decir nada, mientras escribo. No sé qué estará pensando. Quizá me vea como una cocinera adornando una tarta y esté relamiéndose de gusto. Carmen Blázquez (adaptación).
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